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EN VENTA


La casa está en venta desde hace meses. Se trata de una torre situada en un costado de la carretera que une Vilafranca del Penedés con Canyelles. Una ganga, habían pensado al comprarla, quién se resiste a una casa de tres plantas, piscina y jardín a la mitad del precio que pedían por un anodino piso en el centro. De aquello hacía nueve años. Nueve años contemplando el incesante periplo de los vehículos en la carretera (utilitarios, autobuses, tractores, camiones de reparto, camiones hidráulicos, camiones de carga); nueve años de limpieza de las tres plantas (qué absurdo, se dice ahora la mujer, si apenas habitan un tercio de la casa), y las habitaciones todavía intactas de Natalia y Noelia, las niñas (veintitantos años y para ellos siempre las niñas) que marcharon a la capital saturadas de tanto anonimato en el paisaje; nueve años de humedad y de goteras, del gasto inclemente del aire acondicionado y la calefacción; nueve años de mantenimiento del jardín y la piscina (desde hace meses el agua es un foso verde donde ondea el nado de la minúscula vida submarina).
La decisión de venderla se presentó envuelta en el cálido papel ocre que contiene los churros recién hechos. Era domingo y habían subido a Vilafranca a tomar el desayuno. No era ésta una costumbre habitual en la pareja, normalmente desayunaban en casa; en alguna ocasión lo habían hecho en la cafetería del hostal que hay en la carretera que bordea la parcela donde viven (la del incesante periplo de vehículos, utilitarios, autobuses, tractores, camiones de todo tipo…) Ojeaban el periódico y comían tostadas con mantequilla y mermelada.
Quizá tuvo que ver el crujido del papel al coger el primer churro, el gesto de hundirlo en la taza de chocolate (hacía años que no comían churros con chocolate), los labios manchados de marrón, pero lo cierto es que él la tomó de la mano y le susurró: estoy harto de vivir en esa casa. No lo dijo, pero lo que en verdad aborrecía era lo que se habían convertido ellos dos, aislados en aquella casa. Pensó, mirándola como la miraba entonces (su silueta recortada en el ventanal del Café, de fondo los árboles y los edificios que bordean la plaza), que resultaba tan fácil amarla allí, en mitad de toda aquella gente.

El primer comprador apareció cuatro meses después a aquel domingo. De hecho, ante la ausencia de interesados, habían acordado que lo mejor sería contratar a una Agencia (quién iba a detenerse ante la verja en la que colgaba el cartel: EN VENTA, allá, en el remoto camino que conducía hasta la casa), pero, al parecer, el cartelito escrito a mano tostándose al sol había dado sus frutos. No hubo una llamada previa (la única información que ofrecía el cartel era un número de teléfono), simplemente: pasaba por aquí y al ver el cartel he decidido entrar, fueron las palabras exactas del posible comprador. Luego, para regocijo de la pareja, añadió: es justo lo que andaba buscando.
Eran las nueve de la mañana de un lunes y el marido se tuvo que excusar porque llegaba tarde al trabajo. Al ir a abrir la verja se giró y observó como Tedy, el pastor alemán que guarda la casa, agitaba la cola mientras olisqueaba el bajo de los pantalones de aquel tipo.

Pasadas nueve horas, el hombre vuelve a cruzar la misma verja (esa que le ha contemplado durante nueve años hacer los mismos gestos, detener el coche, abrir la verja, volver a subir al coche, conducir a penas unos metros, detenerse, salir del coche y cerrar de nuevo la verja con un mohín de disgusto en los labios, y volver a prometerse: estas Navidades nos regalamos una verja automática). Se encamina hacia la puerta de la casa y al querer abrirla se da cuenta que ha olvidado las llaves en el coche. El espacio que lo separa de él es ridículo, sin embargo se siente tan cansado que no puede hacer otra cosa que llamar al timbre y esperar a que sea su mujer quien le abra. Apenas pasan unos segundos y escucha unos pasos acercándose. No puede haberlo notado entonces (las zapatillas de su mujer ahogadas en el tejido de la moqueta reproducen un sonido demasiado parecido a cualquier otro paso), así que no es de extrañar que se sienta del todo desconcertado cuando al abrirse la puerta se topa de nuevo con el supuesto comprador ¿Qué hace él todavía allí? Se pregunta al tiempo que pasa por su mente la escena de esa mañana, detenido ante la verja, y le parece que ha transcurrido una eternidad. Apenas se da cuenta de que el hombre va vestido de otra manera (el traje gris oscuro se ha convertido ahora en una cómoda sudadera y unos pantalones de chándal) y el gesto de su mano apoyada en el lindar nada tiene que ver con el gesto de esa misma mano estrechando la suya cuando era él quién le recibía. Un asunto de infidelidad, es lo primero que se le pasa por la cabeza. Pero es entonces que aparece la mujer (los pasos de sus zapatillas ahogados en el tejido de la moqueta). ¿Quién es, cariño? Y la pregunta (el tono exacto en el timbre de la voz, la mano apenas apoyada en la espalda del hombre de la sudadera) le hace recordar aquellos primeros años en la casa. Viene de la Agencia ¿verdad? Le dice impasible la mujer. Le esperábamos esta mañana. Y antes de que pueda abrir la boca se encuentra plantado en mitad del que hasta entonces era su salón, escuchando el sinfín de ventajas que supone vivir en un lugar tan tranquilo y apartado.

Texto agregado el 19-03-2011, y leído por 379 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
25-10-2015 Me hizo recordar esas historias que contaba Hitchcock en televisión, o que podía uno leerle a veces. Buen relato. ivanoski
21-01-2014 Buena prosa, innecesariamente densa, quizá. Pero, hay oficio aquí... margrave
25-09-2013 Hay algo que no se ha contado. Hay un cambio de escena que va a lo fantástico. Rentass
22-12-2012 Uy, pues fíjate que me ha sorprendido. En ocasiones la irrupción de lo fantástico en tus textos resulta doblemente sorprendente por la solidez de la cotidianeidad que la acoge. Egon
08-02-2012 Me gustó mucho, una trama muy atrapante. Saludos. kary-rv
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