Yo no tengo ampollas en los pies, pero cuando era niña tuve “verrugas plantares” (feo nombre). ¡Qué dolor! Tenía cinco en un pie y seis en el otro, ergo: no podía caminar.
Este tipo de lesiones tiene la característica de desarrollarse hacia adentro, en forma de cono, lo que hace que al pisar se sientan como agujas.
Yo era tan responsable, que de todos modos no faltaba a la escuela. Mi abuelo me cargaba “a caballito” y me dejaba sentada en el pupitre de la clase.
Me las quemaron con crioterapia, lo que provocó un adelgazamiento del panículo adiposo de mis talones que dejó resentidas, hasta hoy, mis pisadas.
Cada vez que camino sobre una superficie muy dura, rugosa o escabrosa, me vuelven a la memoria mis dolores de la infancia. Podría decirse que me dejaron marcada de por vida…
De la misma manera, pienso que las heridas del alma, esas que vamos acumulando a lo largo de los años, en algún momento afloran y nos hacen revivir aquellos momentos penosos. Nos recuerdan que no siempre el camino es llano y fácil de transitar. Los tropiezos, desvíos y pozos, aparecen para hacernos reaccionar, para “despertarnos”.
Lo que importa es sortear los obstáculos con sabiduría, para poder retomar el camino…aunque nos duelan los pies.
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