Sucedió una mañana de sábado. Por esos infortunios de la vida, mamá me pidió ir a comprar alguna mercancía. La perdida de mis encierros leyendo mis revistas favoritas llegó pues a su fin. Encaminé mis pasos por el barrio y de pronto, como si hubiesen estado esperándome, se inició la persecución. Eran cinco niños de mi secundaria que en cuidadosa formación me fueron guiando fuera del camino habitual. Mi mente bloqueada. Mi entendimiento aturdido. ¿Por qué no haber seguido mi ruta segura? ¿Por qué no haberme cobijado en alguna casa amiga?
Sin haberse dicho una sola palabra, sintiendo únicamente la mirada impositiva que cada uno de ellos dirigía a mí; Incluso con el sólo hecho de pensar que me miraban, fui guiado al terreno baldío que ellos eligieron para mí.
Debo reconocer pese a todo, que finalmente fueron piadosos conmigo y me permitieron dos cosas. La primera, recibir el castigo físico cuajado de bofetadas y golpes en el cuerpo, sin saña. De hecho podría decir que sus golpes terminaron lastimando más mi alma que mi cuerpo. Salvo dos o tres golpes que sin duda, por las ansias, salieron de su control. La segunda fue, que me permitieron volver al barrio cobijado entre sus risas y festejos. Porque habría sido extremadamente frío y doloroso, recorrer los pasos atrás en completa soledad.

Oscar Martínez Molina