La muerte no ese esa catástrofe en que la vida se apaga,
ni esa violenta marea de historias en las que miles de personas
sufren y lo pierden todo, al menos creen perderlo todo.
La muerte no es la maldad del hombre que se vierte
sobre las calles en que drogadictos y prostitutas se apuestan
ni las balas de las armas que rozan la cabezas de soldados,
ni nada que se le parezca a la muerte
Si te matan o te mueres, eso no es la muerte.
La muerte es un hombre vestido de traje, camisa y corbata
que camina por la calle hacía ningún sitio y de ninguna parte,
y es la mujer que espera en la fila con el carrito del supermercado,
es algo en los gritos obscenos de los niños a la hora en que salen de clases,
y la muerte es creer que la vida es perpetua e inalterable.
La muerte es un engaño:
una voz dulce que susurra en la noche, y la muerte es tu voz,
es un par de ojos, son tus ojos, que miran solo aquello que quieren ver
y es también tu boca y tu nariz y tu piel
y todas las cosas que te rodean y que te dicen que todo está bien
que de un modo oscuro y misterioso la muerte es algo lejano
casi inexistente, algo que le ha sucedido a los muertos, pero jamás a ti.
La vida, en cambio, es una guerra cruel y despiadada,
y no creas salir vivo de las mil batallas.
A veces pienso que el único modo de vivir es riéndonos de la vida
y de lo absurdo de la muerte, de lo espantoso del futuro
y reírnos fuerte del pasado, sin esperar nada
y esperándolo todo.
La vida es ese lugar lejos de la muerte que no tiene descanso,
es un mar de olas inagotables y tormentas con nubes grises
y campos de uvas y girasoles que nunca mueren.
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