BROMAS CRUELES
(Cuento)
«Las bromas son como la sal: se deben usar con gran precaución». Juvenal
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Autor. Virgileo LEETRIGAL
Vidalón vivía en Calconga, caserío del distrito Huauco, combinando sus oficios de campesino y artesano. Era viudo, sin hijos, pero con muchos sobrinos. Ser madrugador, trabajador y ahorrador, le valió para comprarse, en diferentes altitudes del distrito, varias parcelas. Con cada terreno apto para algún cultivo, sembraba y cosechaba de todo, según la temporada. Rastrojos y eriazos daban suficiente pasto para criar hasta veinte cabezas de ganado, entre vacunos y acémilas. Era respetado y envidiado en su comunidad.
Los sábados, madrugaba y aperaba un mínimo de tres acémilas, para ir a «la plaza» o feria semanal del Huauco. En ésta ciudad vendía parte de sus cosechas y artesanías. Compraba herramientas para el desempeño óptimo de su trabajo, algunos productos indispensables para su vivencia y complemento de su alimentación; y también golosinas para sus sobrinos engreídos: Artemio y Octavio. Ellos arriaban a su ganado: por las mañanas a pastar en los potreros, al medio día hacia el abrevadero, y por la tarde al dormidero.
José, Jeonías y Francisco, sendos hijos de tres de sus hermanos, se sentían ignorados y marginados por su tío, el "tío Vidal", así habían aprendido a tratar a Vidalón. Más, cuando los lunes en la escuela, sus primos Artemio y Octavio, les sacaban cachita comiéndose en sus narices, las golosinas que el mismo tío les traía.
Cierto día, los primos marginados acordaron pedir a su "tío Vidal", que también les diera oportunidad de cuidar sus animales a cambio de golosinas. Éste los rechazó diciéndoles: «Cuando no estoy sólo confío el cuidao de mis animales a mi Octavio y a mi Artemio». Luego agregó, gritándoles: «Ustedes malcriaos, hambreaos e interesaos quieren cobrarme por simples mandaos. ¿Ónde se ha visto?».
Los primos, autodenominados «trío JJF» por las iniciales de sus nombres, unidos en el sinsabor del rechazo, decidieron vengarse. «Todos somos sobrinos, pero él solo prefiere a dos. Pagará por malo y marginador», dijo José, como jurando. Los otros asintieron.
Un sábado, como de costumbre, antes que el alba aclarase a los campos y los pájaros iniciaran su jolgorio madrugador, Vidalón fue al potrero tras tres de sus acémilas: El «Corcel negro», potro llamado así por su color, tenía estampa de semental de paso, y era su cabalgadura. La «yegua macra»,(1) blanca, con patas delanteras deformadas como agarraderas de alicate, por rodar tiempo atrás por un desfiladero, era acémila de carga. El «As negro», burro llamado así por su color predominante, tan mañoso que buscaba las cercas más bajas del potrero para saltarlas e incursionar en sembríos vecinos, era el leñatero. Halló a dos acémilas, menos a la «yegua macra». «Malditos abigeos volvieron y me han robao la yegua», concluyó, después de horas de búsqueda infructuosa hasta en los confines del potrero.
Canceló su viaje al Huauco, ensilló al «corcel negro», e inició tránsito apurado por los caminos que comunican a Calconga con otros pueblos, buscando a su yegua, así: Por el que va hacia Huauco, llegó hasta La Quintilla, siguió por La Laguna, Uñigán, hasta Guañambra, y de allí regresó. Al día siguiente, por el camino a La Encañada, llegó hasta Quinuamayo. El tercer día, por la ruta escarpada hacia Oxamarca, llegó hasta Cajén. El cuarto día de búsqueda, por el camino que conduce a San Marcos, llegó hasta Guanico. A cuánto transeúnte encontró, durante los días de búsqueda, lo abordaba con delicadeza y luego indagaba «si por casualidad había visto una yegua blanca», con características adicionales, que él mismo detallaba. No obtuvo ninguna respuesta positiva.
El miércoles, descansaba en su casa, luego de cancelar la búsqueda. Pensativo, lamentaba no haber viajado al Huauco el último fin de semana. Recordó a Herminia, una viuda buenamoza, de tez blanca y ojos verdes; era quién mayor amistad le brindaba y más simpatía le inspiraba. Ella le daba pasto para sus acémilas en el amplio solar de su casa, y a veces, le invitaba desayuno o almuerzo; él, correspondía obsequiándole parte de los productos y artesanías que llevaba al mercado. «La Herminia ya me tendrá por mentecato. No le llevé la harina de trigo que le ofrecí», dijo para sí. «El próximo sábado le contaré el atraso que tuve, seguro me comprenderá», se consoló. «Perdí viaje, yegua y cuatro días de trabajo, sin contar domingo», renegó.
La tarde del mismo miércoles, Vidalón regresaba a casa luego de dejar al «corcel negro» en su potrero. Apesadumbrado por la pérdida, se paraba de trecho en trecho sobre piedras y poyos del camino; oteaba en el horizonte, campos comunales y chacras vecinas; por si localizara algo que mereciera concentrar su atención. De pronto, a orillas de un alisal, distinguió el movimiento de un animal de color negro. Su curiosidad subió a tope, era raro que algo viviente esté semioculto allí, a ésa hora. Atisbó con paciencia y vio que el cuadrúpedo levantó su cabeza y movió su cola en ademán de asustar un tábano. «Parece caballo o yegua», pensó. «Seguro los abigeos lohan robao, y al verme huyeron dejándolo», se dijo envalentonándose. Apresurado, cruzó sembríos, sorteó cercos, y con la respiración acelerada, llegó al lado del animal. Efectivamente era una yegua y estaba atada a un tronco. La soga de cerdas llamó su atención, era la que él mismo hizo de las propias crines de sus acémilas. Recordó que torció las hebras trenzadas, con unas tarabillas de madera que le regaló su abuelo. Apurado, jaló al animal hacia un claro. «Trota como mi yegua, pero esta es negra», se dijo, observando sus pasos. Entonces, decidió examinarla: orejas, ojos, cuello, cascos, cola, lomo. Todo era como lo de su yegua, pero no el color. Un raro presentimiento lo indujo a pasar la palma de su mano por la pelambre del animal, y en vez de suavidad encontró textura áspera y pegajosa; luego miró la palma de su mano ya manchada de negro. Reconoció que el tinte era anilina, ese que las mujeres del pueblo usan para teñir sus tejidos. Quedó convencido que encontró a su yegua. Luego maldijo así: «¡Desgraciaos! los qui'han pintao a mi yegua. Perdón de Dios no'han de tener. De mí debieron burlarse, pero no hacele eso al pobre animalito».
La Conga, paraje periférico del pueblo, fue elegido por el «trío JJF” para reunirse y evaluar su primera acción de venganza contra el "tío Vidal”. “Todo salió bacán”, dijo José, quién a sus trece años, era el mayor del grupo y autor de la idea de pintar la «yegua macra». «El tío Vidal anda averiguando», informó Jeonías. «!Nadie contará esto jamás!», apuntó Francisco, invitándoles aprobar sus palabras como juramento. «!Nadie carajo!, !nunca!, !a lo macho!», dijo José. «!A lo macho!», respondieron los otros. «Cada quién inventará una perrada, pero los tres lo haremos. Te toca Jeonías», sentenció José. «Demen un tiempito para idear», contestó éste.
La «yegua macra» conservó varias manchas durante semanas, en algunas partes de su cuerpo la pintura negra se afirmó. Ni los frutos silvestres del aylambo, usados desde tiempos inmemoriales como detergente, lograron borrarlas. Algunos reían burlándose de su aspecto, pero, asuntos como éste, quedaban sin importancia frente a lo que cada sábado significaba el viaje al Huauco. La atracción que Vidalón sentía por Herminia era ya muy intensa y notoria; y sus conversaciones, cada vez, más emocionantes.
— ¿Me darías posadita pa venir los viernes? —le dijo, en su última visita—. Los caminos cuando llueve son demasiado fangosos. Los sábados ni duermo por madrugar pa llegar temprano a la plaza.
— ¡Vos yastás loco! —Respondió Herminia—. La gente deste pueblo es muy chismosa y mal pensada. Hablarían: «!La Herminia yastá de amores con ese jalqueño!(2) ¡No, mi Dios!» Él tomó aquellas frases con serenidad y retrucó:
—Mira Hermiñita, vos y yo no vivimos de la gente sino de nuestro trabajo. Somos adultos y libres. Jalqueño soy pero de buen corazón. ¡Qué sepan!, !que hablen! Pues yo tengo buenas intenciones contigo.
—Lo pensaré, no es fácil pa mí decidir. Por respeto a mis hijos, debo consultares cundo vengan de Lima, antes de darte una respuesta— respondió ella. Él, luego de ésta respuesta, sintió vivir los días más felices de su existencia.
«Ya tengo la idea para la próxima perrada», le dijo Jeonías a José. Este respondió: «Avísale a Francisco. El viernes al anochecer van a La Conga, tendremos reunión». Al día siguiente, sábado, Jeonías merodeaba por la parte posterior de la casa de Vidalón. Allí, bajo la protección de un ambiente sin muros de cerramiento, y con techo empalmado al de la casa principal, estaban sus aperos de labranza: arados, yugos, garrochas, manceras, etc. Con el pretexto de cazar pájaros, disparaba adrede piedrecitas hacia los saucos, con su honda de jebe. Así, quien lo viera, pensaría que su presencia, solo obedecía a esa travesura. Pero, su misión era obtener el espesor de la parte cóncava del yugo; ésa que asienta y se ata a la cabeza del buey, al momento de uncir. Tomó la medida en un palito de shinshil(3), y fue a La Quinuilla, al taller del carpintero Marciano Marín.
—Buenas tardes ño(4) Marciano. Por favor véndame dos clavitos deste tamaño, y sin cabeza —dijo, mostrando el palillo delgado, apenas mayor a una pulgada, en la palma de su mano.
— ¿Paqué lo quieres? —preguntó el carpintero, apoyando ambas manos sobre su banco, curioseando y mirándolo con sus ojos pequeños y achinados.
— Pa clavar una repisa —mintió el niño—. Trabajo manual que nos dejó nuestra profesora.
El carpintero, abrió el cajón de una mesa, arañó haciendo ruidos metálicos, cogió dos clavos delgados y pequeños, y los midió con el palillo; luego los aprisionó con una prensa de palanca y de cuatro pasadas, con una sierra de cortar metales, les voló la cabeza.
—Toma. No te cuesta nada, tu padre es mi amigo— dijo el carpintero, entregándole los diminutos clavos y palmeándole la espalda—. Que la profesora te ponga buena nota.
—Dios se lo pague ño Marciano. —dijo Jeonías. Contento y nervioso se retiró presuroso.
Vidalón decidió cultivar un eriazo para sembrar papas guagalinas (5). Una mañana iba hacia la estancia conocida como «El chocho», arriando los bueyes «negro» y «pinto», ambos hacían buena yunta. Atado de sus extremos con las coyuntas, cargaba al yugo inclinado sobre su espalda, como un gran fusil. Cogiendo la punta metálica de la mancera; llevaba al arado con timón de madera rolliza sobre su hombro derecho, inclinado al aire en pendiente ascendente. En la chacra, se dispuso a uncir los bueyes, pero el «pinto», al que acostumbraba ponerlo «al tiro», es decir al flanco izquierdo, saltaba como chivo alunado, apenas el yugo hacía contacto con su cabeza. El dueño canceló la faena, luego de varios intentos vanos. «Este buey viejísimo se ha vuelto marrajo», se dijo. Esa misma tarde lo vendió a un negociante sanmarquino, que pasaba por el pueblo.
El siguiente sábado, Jeonías, regresó al almacén abierto de los aperos de labranza. Debía clavar en el otro extremo del yugo; justo en la concavidad en la que se acomodaba la protuberancia mayor de la cabeza del buey. A la punta del clavo, apenas sobresaliente sobre la madera labrada, lo mimetizó con arcilla. Al clavo colocado antes, lo hundió y mimetizó también sus dos extremos. Y, para mejor camuflaje, con el mismo material, ensució otras partes del yugo.
Vidalón, regresó al «chocho” con yunta renovada. Había comprado al reemplazante del buey «pinto», un «mulato», con menos años y mejor estampa. Lo unció sin problemas al lado izquierdo. «Hice buena compra, éste buey es mansito», se felicitó. Pero al tratar de uncir al buey «negro», al lado derecho, éste reaccionaba como antes el «pinto». Tras cada insistencia, el «negro» saltaba para liberarse del yugo. El rumiante asustado dio varias vueltas alrededor de su dueño, que empecinado lo sostenía con la soga; hasta que el mismo se enredó con la propia soga y las coyuntas sueltas. Luego el buey, más asustado por las reacciones y gritos desesperados de su dueño, huyó arrastrándolo por el eriazo terroso y pedregoso. Quedó mal herido a consecuencia del accidente, permaneciendo quince días postrado en cama. «¡Qué desgraciao soy! ¡Quizá yastaré brujeao!», se lamentaba. «El tiempo pasa, chacra nuhay. Sembrar papas postreras sería paque lo acabe la rancha», reflexionaba preocupado.
Con el tórax vendado y un brazo colgado de su cuello, contrató a un peón, a quien orientaba, desde la orilla del eriazo. Éste tampoco pudo uncir a los bueyes, tuvo el mismo problema: ninguno de los bueyes se consentía cargar el lado derecho del yugo. Victoriano, un campesino experimentado que pasaba por el camino hacia La Montaña, se detuvo un instante para mirar la escena y luego gritó: «¡Oigaaaaan!, !Parece quel yugo llega a la cabeza del bueeeeey!, ¡Revisen al yugoooooo!, ¡No sean más torpes quel animaaaaal!» El peón obedeció, revisó la parte cóncava del yugo y vio un puntillo brilloso. Sacó el machete de la funda colgante de su cintura, lo despejó y pidió acercarse al dueño. «Míruste ño Vidalón, al yugo lian puesto clavos, justo aquí, pero el del lao derecho sobresale y esto le llega al buey. Aquel Victoriano tiene razón», le dijo, raspando y haciendo sonar al clavo con el machete. Vidalón, convencido, maldijo ésta vez más iracundo, pero siempre, sin saber a quiénes.
Semanas después sembró las papas en tiempo postrero. Pero éste no fue del todo malo, conspiró a favor del amor. Por esos días, en el corazón de Herminia, se intensificó la atracción por aquel hombre trabajador, se acentuó la compasión por su soledad, y se asentó la esperanza de una vida mejor para ambos. Pero, antes de aceptar la convivencia, ella le habló claro y puso condiciones:
—En primer lugar, —le dijo— no me iré, por nada, a vivir a Calconga. En la jalca no me acostumbro, no aguanto al frío.
«Bien decía mi madre: las huauqueñas son, ´añañau(6) papas, pero achichín(7) jalcas´», recordó él para sí. Pero el amor intenso que sentía por la mujer que tenía enfrente lo resignó de inmediato.
—No hay problema Hermiñita, si no puedes ni quieres, no irás, te quedarás en tu casa —contestó decidido—. Total, yo estoy acostumbrao a trabajar y asistirme solo. Agregó, tratando de impresionar a su flamante y simpática pareja.
Como ya dijimos, Vidalón era también artesano, muy diestro transformando a la madera en aperos de labranza: yugos, arados, palas, mangos de picos y lampas, etc. También hacía utensilios, como: cucharas, molinillos, plateros y bateas. Parte de sus manualidades, dijimos también, lo vendía en El Huauco; el resto en su pueblo, a vecinos y visitantes de otros lugares. Era muy hábil e ingenioso; así, cierta vez, ideó una forma muy segura para llevarle a su amada, sin que se rompan, huevos de gallinas que él compraba a sus vecinos: los liaba en serie con manteles o costalillos; luego los ataba uno por uno, con bejucos u otras fibras vegetales, para que no escaparan de la envoltura, ni rosaran entre sí. A las hileras de los huevos envueltos, que parecían orugas de cuerpo eslabonado, los amarraba al cuello de las acémilas, uniéndolas por sus extremos. Cada fin de semana el «As negro» y la «yegua macra», transitaban por algunas calles empedradas del Huauco, hacia la plaza; transportando su respectiva carga y sus collares peculiares de huevos.
Tiempo después, Francisco avisó a sus cómplices, que tenía finalmente planificada, la última perrada contra el "tío Vidal". Tres meses atrás, un viernes, él mismo fue a «El vaquero»; lugar del camino al Huauco, con flancos tupidos de alisos frondosos. Escondido tras árboles y arbustos de un recodo del camino esperó el paso de la «yegua macra» y del «As negro», que siempre iban adelante. Este lugar, una curva accidentada del camino, obligaba a Vidalón a desmontar y retrasarse jalando su «corcel negro». En momento oportuno Francisco salió del escondite y en un santiamén, apretujando los «collares» de la yegua y del asno, rompió todos los huevos que transportaban, y volvió a camuflarse en el bosque. El arriero, a su paso, escuchó risas ahogadas que salían de entre los árboles, pero le parecieron lejanas. Francisco contó ésta acción a sus primos, pero ellos no le convalidaron, alegaron que a ninguno le constaba. «Nadie puede actuar por su cuenta, las reglas del grupo se respetan», sentenció José.
El nuevo plan de Francisco debía aprobarse como los anteriores y para eso habría reunión en La Conga.
—El «tío Vidal” irá al pueblo, a la fiesta de San Isidro. —Informó Francisco—. La tía Herminia le encargó comprar y llevar un carnero. Vendrán sus hijos de Lima y con ellos piensan comerse al capón.
— ¿Qué planteas? —preguntó con sorna, Jeonías. ¿Qué les madruguemos y lo comamos nosotros?
—Eso no. Sabemos que el tío viaja los viernes —dijo Francisco—. El jueves en la noche esconderemos al carnero en el altillo de la casa abandonada que ño Arturo tiene junto al campo deportivo. Conseguiremos una escalera y allí lo subiremos con harta yerba y agua, paque deje de balar siquiera tres días.
El plan se aprobó para ejecutarse a media noche, horas en que Vidalón dormía como si estuviera muerto. Los primos acordaron neutralizar al perro «Shibilay», para evitar que ladre y despierte a su dueño. Como el perro reconocía bien a José; éste con algo de comida lo distrajo, mientras sus primos llevaron al carnero.
Por enésima vez, Vidalón se presentó ante su amada, para darle malas noticias. Herminia, que ya lo conocía, sabía por la expresión de su rostro, que algo malo le sucedía. De todos modos decidió escucharlo. Terminada la narración del «robo del carnero», ella le clavo su mirada hosca desde los pies hasta la cabeza y fuera de sí, le gritó sin parar:
—! Oye so cabizbajo! ! ya me tienes harta con tus sonseras! ¡Esos jalqueños como vos, tihan agarrao de punto! ! Acuérdate!: antes que me pretendas me ofreciste trayerme harina de trigo pa mi amasijo; me quedé sin panes y cachangas, porque a tu yegua lo escondieron y lo pintaron. Cuando ya eras mi marido, sembraste papas postreras; por los clavos en el yugo, tu accidente y la rancha; cosechaste papas shishllas,(8) a las que por no poder ni agarralas pa pelarlas, tuve que dale al chancho. En otra vez, no llegaron los huevos porque alguien los volvió sopa en el cuello de las bestias y vos ni te diste cuenta. Y ahora, sin tener vergüenza, te presentas en ésa traza y con ésa majoma(9) para decirme que !ti'han robao el carnero! ¡So desgraciao, bien sabes que necesito, carne y menudencias para hoy! Es fiesta del patrón San Isidro ¿Con qué voy a agasajar a mis hijos y visitas quihan venido de Lima? ¡Ellos están acostumbraos a comer bien! ¿Qué voy a prepararles? ¡Esto siacabó! ¡Te me largas! ¡Fuera de mi vista, so jalqueño llanquetejo(10) y tarjoso(11)! ¡No quiero verte nunca más! ¡Lárgate so potochejo(12)! ¡Contigo pierdo mi tiempo! ¡Vos no me sirves pa nada!
Muy dolido, él, dejó hogar y fiesta, y regresó a su natal Calconga. Allí, pasados tres días, uno de sus hermanos, que pasaba cerca de la casa abandonada, escuchó balidos y vio al carnero haciendo aparecer su cabeza por el vano del altillo, como avisando que quería dejar su reclusión.
Vidalón maldijo, como nunca antes, a quienes estaban haciéndole todas esas acciones, a las que él llamó maldades. Lloró con amargura por el desprecio de la mujer que tanto amaba, y por la que tanto se sacrificó los últimos años de su vida. Intentó reconquistarla, en dos oportunidades; pero Herminia se reafirmó en su negativa, en parte, porque tomó la decisión de ir a Lima a vivir junto a sus hijos. Él; ocupado en sus cultivos, cosechas, animales y en su labor de artesano, sobrellevó su soledad en su propia tierra. Sin olvidar a su amada, murió a los ochenta y ocho años. Ella lo sobrevivió y murió en Lima, siete meses después.
Los del «trío JJF", ya adultos y con familia propia, acudieron muy formales al velorio de su tío. Se aunaron a las condolencias mostrando congoja, seriedad y compostura de dolientes. Había mucha gente en el alar principal de la casa del occiso; por lo que, luego de tomar café, se fueron a chacchar coca, como era costumbre en el pueblo. Llegaron al ambiente protector de los aperos y se sentaron en fila, sobre el yugo, al que décadas atrás Jeonías le puso clavos. Pese a lo trágico del momento, recordaron sus palomilladas y perradas, que en vida, hicieron a su "tío Vidal”. Recordaron también, el susto que tuvieron cuando fue arrastrado por el buey «negro». Ése día, ellos estaban en Ventanillas, a dónde fueron a mirar los sucesos de cerro a cerro, con el pretexto de traer leña. «Aquella vez se nos pasó la mano, el tío casi muere en ese accidente. Hubiera bastao ponele un solo clavo al yugo», dijo Jeonías. «Mañana, la hora del entierro, cada cual rezará en su mente una oración, pidiendo perdón a Dios y al pobre tío», dijo José. «Tamién perdonándole nosotros por no invitarnos las golosinas, cuando éramos niños, acuérdense que todo empezó por eso. Así descansará en paz», apuntó Francisco. Y así fue.
José contó ésta historia, a cada uno de sus cuatro pequeños hijos. Era de las narraciones, que más concentraba su atención, antes de dormirse. En la memoria de uno de ellos sobrevivió para escribirse y contarse. Alguna vez, José recordó con todos, las bromas crueles de los sobrinos terribles; y como buen padre les aconsejó: «La vida nos enseña muchas cosas buenas y nos da oportunidad para cambiar y ser mejores. Por eso, ya adultos, mis primos y yo nos arrepentimos de lo que ideamos e hicimos a nuestro tío ´Vidal'. Una broma cruel, puede hacer perder mucho y hasta causar desgracias. Ustedes, queridos hijos, siempre han de ser personas de bien, compartirán aún lo poquito que tuvieran, y nunca serán envidiosos, rencorosos, ni vengativos».
Glosario:
(1) Macro (a). Chueco. Con extremidades deformadas.
(2) Jalqueño. Persona que vive a más de 3,500 msnm.
(3) Shinshil. Planta pequeña de tallo muy delgado.
(4) Ño. Voz que reemplaza a la palabra “don”.
(5) Guagalinas. Papa amarilla, “arenosa” y de buen sabor.
(6) Añañau. Interjección que denota buen gusto.
(7) Achichín. Interjección que denota temor.
(8) Shishllas. Tubérculos demasiado pequeños.
(9) Majoma. Cara, rostro.
(10) Llanquetejo. Persona que usa llanques (ojotas).
(11) Tarjoso.- Quien acumula suciedad en los pies.
(12) Potochejo. Portador de un sombrero viejo.
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