Irremediablemente, él ingresó al salón, sabía que ella lo aguardaba, sus miradas heridas y cómplices se cruzaron, se dolieron; él, de pié, ella, sentada inmóvil en el sillón. Las llaves cayeron sobre la mesa de cármica.
Él ya no pudo soportar la crueldad de aquellos instantes, entonces, llevo las manos justo detrás de su cuello, tiró de las cintas, y dejó caer al suelo la última de sus máscaras, ella comprendió el sentido de la circunstancia, y tembló ante el carácter siniestro del momento, luego, se despojo del último velo que salvaguardaba su alma, por el suelo rodó también aquella máscara.
Años atrás, aquél trance llamado enamoramiento, que los hiciera galopar en la ficción de un campo sagrado, acompasado por el terror y el hastío hacia la soledad, fue una seducción implacablemente certera, que los apuro a franquear las fronteras del sentimiento más hermosamente inmaterial, rumbo a las celdas del compromiso, del hoy y del mañana, del sexo seguro y en declive, de la luna pesarosa por las ventanas alquiladas, del recorte de presupuesto, de la familia supernumeraria, de la mística en retirada frente al arribo de la reiteración, del día a día, del semana a semana. Rumbo a la celda del dormido placer espiritual, acunado por el estruendo diabólico de las llaves al caer siempre a las diez, sobre la fría mesa de cármica.
Cuando se vieron en su más honda naturaleza, comprendieron el crimen irreversible que habían perpetrado dilatadamente con los años, descorrieron el velo que transfigura a la matemática atroz, que se frota las manos detrás de toda poesía.
Bajo una estampida salvaje, de melancolía y resignación, guardaron el silencio más doliente, porque aquel domingo cualquiera, traía consigo dos puñales con la silueta de una afilada verdad; un solo cruce de miradas bastó para desenvainarlos... Luego rodó una lágrima, y el Destino, a unísono se los enterró hasta el alma.
Pero algunas veces, cuando las paredes de una casa se rajan, no faltan albañiles de la costumbre que tenazmente puedan maquillarlas, y algunos humanos, se adiestran en perdonarse pequeñas cobardías de épocas pasadas, para que entonces el recuerdo no se atreva a ser más que la otra cara del olvido.
Ya en el prólogo de la muerte, no fue amor aquello que hasta allí los mantuvo unidos, sino las secuelas de aquella turbia palabra.
Cierto será que no se separaron sino hasta la muerte, pero crudamente cierto, será que ambos vivieron revolcándose entre los despojos de jóvenes caricias de inviernos pasados, y engañados en el dogma de los labios agrietados, cuyos besos de angustia, son recuerdos del tedio, y de la saliva, olvidados.
Fuera de la idealidad y del breve ensueño, el amor se muere en su esencia, y vá a pudrirse a la cripta de la rutina y la convivencia.
...febrero del ´11. |