La cosa arrancó más o menos así: Estábamos en la hora del almuerzo en el laburo con Álvarez y el flaco Orquera, y el flaco empezó a contar que se había conseguido un fato. Claro, hacía un tiempo que parecía que el flaco tenía ese fato, hombre grande, casado y con tres hijos y estaba embaladísimo con su amante. Se había convertido en un hombre infiel y en un tipo alegre, por sobre todas las cosas. Con Álvarez nos mirábamos impresionados; no podíamos creer la alegría de Orquera, quien siempre había sido bastante amargo; parecía otro tipo, el flaco. Hablaba hasta de dejar de fumar, y eso que él mismo decía que atribuía su silueta a las virtudes del tabaco; y que mirá vos, que para que se le haya ocurrido dejar el faso al flaco tendría que haberle pasado, en la vida, algo bastante importante. ¡Hasta se hacía el poeta! Hablaba de la renovación espiritual, del amor, de la felicidad y no sé de cuántas otras boludeces hablaba el flaco; lo único que le faltaba era ir a la iglesia, al hijo de puta.
Así fue que empezó todo, con el asunto del flaco Orquera. Como lo había visto tan deslumbrante, esa cosa contagiosa, digamos, se me ocurrió que yo mismo debía convertirme en un hombre infiel.
La pensé bastante, esa de ser desleal. Y claro, hay gente que va al psicólogo o al gimnasio, o a la cancha o a la iglesia. Me pareció, en ese momento, que el asunto de la infidelidad era mucho más divertido.
Por esos días me dio visitar a mis viejos; siempre la misma escena, la vieja frente al televisor haciendo alguna cosa como planchar, tejer, armar empanadas…, y mi viejo en el sillón con el mate y leyendo algún artículo de actualidad. Normalmente habría entrado y hablado del clima con mamá para luego sentarme con el viejo a discutir del fútbol, o a hablar de la contaminación en las playas de Brasil, de la venta de la Patagonia a capitales yanquis, o de la ola reciente de secuestros extorsivos. No, en cambio me quedé en la cocina con mamá y le pregunté: vieja, ¿alguna vez fuiste infiel? Emocionada, creo yo, contestó que sí, y que cómo no iba a serlo con la clase de individuo que era mi padre; a viva voz lo dijo, como para llamar la atención del viejo, cosa que no logró. Entonces exclamé: No vieja, te digo de ser infiel por elección, porque lo mismo decías cuando me planchabas las camisas para ir al colegio, eso de que por culpa de mi padre hacías tareas de sirvienta, y esas cosas, viste. Me miró con cara de querer hablar del clima, mamá, insinuó que había yo estado hablando con mis amigotes y que vaya a saber qué clase de idioteces me estaban metiendo en la cabeza. Le contesté, algo ofendido, que ya tenía treinta y cinco años, que ya no era su nene, y que me hiciera el favor de tomarme un poco más enserio.
Además sin dejarla hablar del clima, le pregunté que qué necesitaba yo para ser infiel. —A tu padre —me contestó— que ella sólo había necesitado a mi padre. —¿Y cómo es eso? —Insistí— que lo primero que necesitás para ser infiel es tener una pareja estable, estúpido. Ah, dije asombrado, ése es un buen punto; y di por terminado mi interrogatorio. Luego pude ir con papá a hablar del fútbol, y del agujero de ozono del cual resultaron ser principales responsables los Estados Unidos, las grandes potencias de Europa, y mamá con sus ataques, por supuesto.
Nunca fui un iluminado, lo reconozco y siempre lo reconocí. Soy un tipo que acepta sus limitaciones. Tal es así que cuando necesito hacer alguna tarea para la cual no me siento capacitado recurro a un profesional, o a un semi profesional. Por ejemplo: si tengo que instalar un calefactor llamo al gasista matriculado y le pago lo que él me diga si es que tengo el dinero. Si necesito cambiar una lamparilla lo llamo a Don Cirilo, el portero, a quien agradezco con una botella de un vino bueno.
En los temas del amor solía recurrir a profesionales como las chicas de un servicio por Internet si es que me alcanzaba el dinero, o bien visitar a Rita, la ninfómana de cuarenta y siete años del quinto H, a quien agradecía con una botella de vino bueno. En rigor de la verdad, no había yo tenido hasta aquel día de la charla con Álvarez y el flaco ningún problema de existencia que no pudiera ser resuelto con unos mangos o con una botella de buen vino; aunque tampoco tenía ninguna sensación de alegría en particular. Por otra parte había notado que mis antiguos amigos no me llamaban para salir ni para el fútbol cinco, ni en mi cumpleaños. ¡Es que todos estaban casados!
Así fue que me decidí por buscar pareja; después de todo, y como me había dado a entender la vieja, no podía ser un buen infiel si no tenía una buena pareja... Además en pareja podía ir a visitar a mis ex amigos a sus casas y charlar del clima y del partido del domingo, de la globalización, de los precios del mercado y de automóviles modernos.
Digamos que mi mundo se reducía al ambiente de trabajo y al edificio. Por ello fue que comencé a fijarme en vecinas y compañeras, no era menester apartarme de esos sitios; la comodidad reside en las cosas simples de la vida como el control remoto, el subte, y las pastillas para dormir; y la vida del ser humano reside en la comodidad.
Justamente por comodidad no voy a detallar mis primeros y desastrosos acercamientos a Delfina, una analista de sistemas que trabajaba en el área de atención al cliente atendiendo reclamos de gente con problemas informáticos en la parte de servicio de posventa. Ella pasaba todo el día al teléfono. No estaba nada mal, aunque hubiera pasado desapercibida en las fiestas. Mi principal inconveniente fue el hecho de que ella no bebiera alcohol; en nuestra primera salida me di cuenta de que quizás habría tenido que recurrir a un profesional: una futura situación que no sería posible de arreglar con una botella de buen vino era algo que, desde el vamos, se me hacía complicada. Por lo demás, y con el correr de los días, ella resultaba cada vez más adecuada según mis expectativas de pareja. Esto es: sus gustos me parecían absolutamente detestables.
Una mujer oyente de música clásica, que hablaba de la vida al aire libre, de comer plantas porque la carne le hacía mal, amante de García Márquez y el cine romántico... Además en la cama resultaba mucho menos generosa que Rita la ninfómana y sus prácticas orales estaban lejos de ser similares a las delicias de mis chicas del servicio de Internet.
Mi nueva pareja estable resultó ser una mujer de su casa, de unos veintinueve años que aún convivía con sus padres. Reflejé aquel detalle como una desventaja, ya que en mi fantasía las señoritas de esas características resultaban ser algo torpes. Ellas no saben clavar un clavo, ni ajustar la llama del calefón, ni conectar la video; esto imaginaba yo, inspirado quizás en mi propia experiencia; pero de todas formas aún no tenía bien definido el grado de estabilidad de mi pareja.
Luego del segundo mes de encuentros con Delfina, y en otra charla de almuerzo laboral, decidí comentar al flaco Orquera y a Álvarez mi nuevo estado civil. Ellos se mostraron sorprendidos con la novedad a tal grado que Álvarez me confesó que me había imaginado homosexual o misógino o algo raro. Les conté a ellos lo de los gustos espantosos de mi chica, de su estado familiar y de su casi antipatía con todo lo que a ella le resultaba ajeno como algo perfecto. El flaco se mostró perturbado e insinuó que si uno buscaba una pareja, ésta debía verse para uno de otra manera, diferente a lo que yo expresaba, digamos; que él con su esposa siempre fueron almas gemelas porque ésa es la forma de estar en armonía con la vida compartida. No sé cuánta cosa rara pronunció el Orquera, y eso que no le conté la parte del sexo. No quise preguntarle en ese momento el porqué de su fato; eso era algo que tendría que descubrir por mí mismo en el futuro. No obstante pensé que, en una de ésas, Delfina podría llegar a ser mi fato, y alguna otra que aún no tenía en cuenta, mi pareja estable. Esto luego de deducir, por supuesto, que la pareja estable del flaco era su mujer con quien además de la vida compartía la crianza de sus hijos y su salario... Después de todo yo no les había contado que mi verdadera inquietud residía en ser un tipo infiel.
Llamé a mis viejos un domingo después de almorzar para anunciarles que les llevaría de visita a mi pareja, digamos “mi amor”. Claro, porque a esa altura yo así la llamaba: mi amor; una forma práctica de llamar a alguien que uno no sabe si es la novia o la amante, o qué es, aunque sí está seguro de que no es la madre, pero que va bien en cualquier situación. A todas mis noviecitas de la escuela o de la facultad había llamado de esa manera, un nombramiento que para aquella actualidad ya tenía en desuso dado que a Rita no le gustaba aquel llamado porque le hacía acordar a "el asqueroso de mi ex marido".
Entré a lo de mis padres con mi amor. Lo de siempre: mamá en el living con la tele y papá en el cuarto del fondo leyendo algo, y con la transmisión del fútbol en la radio. Las presenté. La vieja se emocionó un poco creo que porque desde la adolescencia no repetía esa situación; ella recordaba con cierta melancolía mi adolescencia. Las dejé hablando del clima y me dirigí al cuarto donde papá vivía en paz su domingo. —Traje a mi novia, viejo —advertí. Él me mostró, en respuesta, la foto del presidente de Singapur mientras pronunciaba un discurso ante las naciones unidas advirtiendo que su país necesitaba no sé qué. —Uno de estos días se arma la podrida, flaco —me dijo como preocupado, pero estirando un brazo para bajar el volumen de la radio. —Perdemos dos a uno —agregó. La puta, viejo, ¿qué opinás de eso de andar con dos mujeres? En la sección deportes estaba la foto de un tenista ganador de un torneo importante. —Decime si éste no se parece a vos —dijo—, la única forma razonable de tener dos mujeres es dos días a la semana, durante dos horas, a las dos juntas y en la misma cama. Ningún tipo sensato quiere pagar un error al precio de dos errores, a no ser que saque provecho de ello —terminó, al tiempo que yo escuchaba las voces de mamá y mi amor que se acercaban hasta nosotros.
Papá insistió en mostrar a mi amor su colección de armas de fuego y con mamá fuimos a la cocina a preparar el mate. —¿Qué opinás, vieja, si le soy infiel a esta chica?— Que solamente a un retrasado se le ocurriría serle infiel a una chica antes de preñarla para luego someterla a relación de servidumbre como hizo el degenerado de tu padre conmigo. Interpreté, pues, que la vieja no dijo eso a los gritos porque papá estaba lejos y habría tenido que esforzar demasiado su garganta para que él la escuchara. No obstante, esa frase representaba un buen punto además de una nueva encrucijada en mi vida. Mis viejos siempre fueron certeros en sus declaraciones: Un privilegio de pocos.
Cuando acabamos con los preparativos del mate, papá intentaba convencer a mi amor de que los pesticidas utilizados en las plantaciones modernas sumados al uso de fertilizantes químicos producían deformaciones en la corteza del cerebro de las personas que consumían vegetales en forma exagerada, y que además si estas personas eran mujeres sus hijos nacerían deformes o con alguna clase de tara mental; y esto a consecuencia de que Europa ya se había quedado sin tierras aptas y por eso nos querían comprar la Patagonia a valores irrisorios, los miserables ingleses hijos de puta. A posteriori tuve que hacerle alguna que otra aclaración a mi chica acerca del carácter particularmente extrovertido de mi padre.
Luego de aquella presentación cuasi formal y de haber escuchado ambas campanas paternas, me dio por reordenar un poco mi situación y fijar de una forma más clara mis objetivos. Ya dije que nunca fui un individuo particularmente habilidoso, sobre todo en las cosas de la destreza o en los trabajos manuales... O en materia de sexo, ya que jamás me consideré un buen amante a pesar de las mentiras de las putas de la Internet, quienes ahora que recuerdo a veces me decían “mi amor” o alguno que otro mote alusivo a la situación. A no ser prejuiciosos: ellas eran de buena carrera y por ende sabían mentir a sus clientes. Todo un gesto profesional. Además las palabras de la vieja taladraban mi cerebro, y las del viejo también. Todo un baluarte empresario, la familia. Y en mi emprendimiento de ser infiel tendría que aprender a mentir como las chicas, ya que si mi amor se daba cuenta de mis verdaderos planes o de que en realidad buscaba ahorrar dinero en sexo o de que ella estaba frente a un inmaduro y perfecto imbécil, yo me quedaría sin pareja estable y no llegaría a convertirme en un infiel con la sonrisa del flaco Orquera. Mi plan era hacerle creer a Delfina que su novio era el hombre más adorable que existe y por ello debía sentirse orgullosa y ser más generosa en la cama hasta volverse una puta gratuita. ¡Perfecto! Porque éstas son cosas que uno tiene que hacer con su pareja, y después dedicarse a fornicar alegremente con alguna otra abandonada o con un marido más imbécil que uno, como deduje que le pasaba al flaco Orquera, y por ello no tendría que preocuparse por tener sexo más seguido, cosa que a todos los hombres ha de preocupar. Por otra parte tenía algo más que hacer, ya que mi vida se había tornado bastante monótona.
Así fue que una larga noche tomé un papel y un bolígrafo y le escribí:
[De todos los cielos que he visto he aprendido a diferenciar los que me devuelven el arco iris de tus labios cuando no estás. De las lluvias, las que susurran el arrullo de tu aliento a mi lado. De las rosas, las que el rocío baña con tus lágrimas cuando te cuesta perdonarme y cierran de pétalos tus ojos. De todos los mares, la gota que me anticipe un segundo de tus deseos para estar ahí. De los amaneceres, los que estirando un dedo estás conmigo.]
Una estupidez meteorológica, además de no saber bien el significado de “arrullo”, las únicas veces que miro el cielo es para saber si lavo las sábanas o las llevo al lavadero y de las rosas; lo único que tienen de bueno esos pobres pedazos de planta agonizantes es que a la vista me hacen acordar a las vaginas, y no escribo conchas porque alguno va a pensar, entre tanta pavada, que hablo de almejas. Se me iba la noche, escribí abajo de eso:
A los siete meses y dieciocho días de nuestro primer beso. Tuyo. Juan.
Supuse que esa criatura no se esperaba que me acordara con semejante precisión de nuestra primera cita. Al día siguiente no pude realizar mi plan, ya que el último efecto era conseguir una rosa negra y dejarla en su escritorio al lado del teléfono antes de que ella llegara. No conseguí el maldito pedazo de planta semimuerta. Justo ese día ella estaba algo melancólica. Luego de insistirle con preguntas me contó que tenía a la hermana de la abuela enferma desde hacía unos días y los médicos no sabían qué mierda tenía. Y lo peor, que a la salida iría a verla. Una cosa rara, ¿a qué clase de persona podría importarle que la hermana de su abuela padezca, con tantos años encima, una enfermedad que los médicos no puedan identificar? A mí seguro que no, son cosas que pasan.
Un ser patético, la vieja; de más está aclarar que decidí acompañar a mi amor en su travesía. Sí he de aclarar que nunca había yo hecho algo así; eso de acompañar a alguien a ver a una vieja babeada, y no sé si meada, que además estaba preocupada por no poder comerse una torta de chocolate. Nos fuimos tarde, de aquella casa con olor a hospital. Delfina lucía una mirada diferente; le había parecido encantador mi gesto de acompañarla, en fin, la vieja o mi rosa negra estaban cercanas a la muerte, ¿será eso lo que enternece a la gente? Un horror, pero por primera vez sentí esa mirada; creo que hasta me había gustado y no recordaba una similar dedicada a mi persona. A veces las cosas son más simples de lo que parecen; igualmente omití aclararle a mi amor que habría preferido que aquella vieja se hubiese muerto antes de conocernos nosotros, ya que ese viaje y esa situación me parecían cosas insufribles, y que además ya me veía acompañándola al velorio.
Ahorré mi sorpresa por unos días ya que con mi compañía inesperada la había hecho feliz por un tiempo, lo cual me garantizaba unas horas extras de sexo en la semana. Alcancé a conocer a dos Delfinas; la que trabajaba con cara de sufrimiento, que se quejaba del clima y del estado de los panecillos con los que acompañaba sus verduras, de la violencia social y de la torpeza de sus clientes y de etcéteras; y la otra, la que una vez contenta con alguna estupidez era capaz de ser bastante puta en los menesteres que son esenciales para la vida en este mundo tan viciado de accesorios inútiles. ¡Y las tenía a las dos en la misma cama!
Empecé a mentirle para que me fuera bien con ella: con lo de la cartita, hablarle de proyectos que sabía de antemano que no cumpliría porque eran cosas detestables, como hacer viajes al norte a conocer a los coyas o tener entre los dos un jardín con muchas flores; y hasta llegué a hablarle de comprar un auto que un conocido vendía barato pero que estaba muy bueno y con él nos iríamos a Salta a ver a los coyas y ayudar a los niños que vivían en condiciones miserables, ¡con lo que detestaba yo los viajes! Es que a una de las Delfinas le gustaban los proyectos. A la otra, más suelta de vicios, le daba lo mismo todo eso, sólo aquella mirada en un infierno privado, nuestro, ni Rita ni las chicas ni nadie con esa mirada; una trampa que me hacía mentir, y mentir más para hacerla feliz, por mí mismo.
Al flaco Orquera lo empecé a ver raro: ya no hablaba más idioteces y fumaba más que de costumbre, se sobresaltaba con cualquier comentario, no reía. Con Álvarez nos preguntábamos qué sería lo que le pasaba. No nos hablaba más de su fato, ni de nada. Un día que lo vimos, desesperado, nos contó que ya no podía sostener la situación. Parece que su amante era casada y que le había propuesto, al flaco, dejar al marido y que él dejara a su mujer e irse a vivir juntos y ser felices. Obviamente que el problema era que el flaco no quería dejar a su pareja estable para irse a vivir con su fato. Un desastre. No entendía, yo, cómo ese desgraciado podía sentirse una víctima siendo que tenía sexo seguido luego de haber sometido a alguien a relación de servidumbre como decía mamá. Pronuncié al flaco las palabras del viejo, eso de tenerlas a las dos juntas. Me mandó a la mierda y me trató de degenerado además de acusarme de insensible. Por fin les comenté que yo también era infiel, sin hacer ninguna aclaración, sólo dije que, por suerte, mis dos mujeres eran solteras. Me había parecido práctica la cosa de ser infiel a mi chica con ella misma. Además me resultaba poco higiénico eso de andar revolcándose con una mujer que se revuelca además con su marido, ya que uno nunca sabe qué es lo que puede encontrarse dentro de una mujer. Asimismo eso del sexo oral con alguien que duerme todos los días con su pareja estable me resulta comparable a lavarse los dientes con el cepillo de otro, cosa que todos evitamos. Por otra parte, me gustaba aquello de sentirme dueño de alguien, y sobre todo en la cama, que es el único lugar donde uno puede sentirse dueño de alguien y aun más, dueño de aquella mirada. Un lujo para nada económico por cierto.
Y pasó, como siempre pasa, el tiempo. Orquera renunció a la empresa; de un día para el otro desapareció. Álvarez me comentó, como en secreto, que el flaco se había divorciado, que había decidido además dejar el barrio y que estaba parando en lo de la madre que vivía en Catamarca. Lo extrañábamos, al flaco, pero este humilde infiel estaba llegando al final de su carrera ya cansado de mentir, de fingir que el alma existe, que no es otra cosa que los huesos todos juntos intentando no doler. Me fastidiaban mis estúpidos escritos y los paseos por la orilla del río y las cenas en casa de los progenitores de mi amor. Además, y como suele sucederle a los mentirosos, me había vuelto desconfiado y hasta celoso de Delfina; y no era para menos, ya que me había dado por descubrir que ella misma me engañaba con ese imbécil maniático sexual que le regalaba flores y cartas, quien sólo quería sexo con ella mientras que yo lo único que hacía era lamentar mi situación de servidumbre como, sospechaba, lo habría comprendido el Flaco Orquera en su momento y ya no sabía quién era ése que regalaba vinos buenos a sus afectos necesarios. Me había cansado de esa cosa de andar tratando de ser importante para alguien muy importante, de contaminar mi vida con las manías de una mujer quien amaba a alguien que yo había inventado.
Decidí entonces que ya no podía seguir con aquello, que tendría que despedirme de mis dos mujeres y volver a ser el mismo introvertido de siempre. Y que viniera alguien a mentirme a mí; las putas y los niños y los gobiernos, pero gratis. ¡Que me inventaran ellos a mí! Que me regalaran boletos para ir a la mierda, que me escribieran cartas, que me cojieran, que me trajeran a dios a casa con una botella de vino caro, que me digeran que soy un genio por no hacer nada, que me aumentaran el sueldo por alcahuete. Cosas así, quería, que alguien se tomara el mismo trabajo que yo, para hacerme feliz a mí, a puro cuento, una cosa que, con el transcurso de los años, se volvió un imposible.
Rita envejeció, Don Cirilo se jubiló por invalidez, y eso que es un tipo joven, en el trabajo me ofrecieron un pequeño ascenso de puesto. Mi viejo dice que en el año dos mil cuarenta y tres no habrá agua potable, y que, más o menos para esa época, la selección de fútbol ganará un mundial. Y a Mariana le encanta que la acompañe al mercado. Pobre mujer, si supiera que cuando miro al cielo para ver qué hacemos con las sábanas todavía le sigo siendo infiel, con aquella mirada.
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