Al abrir la puerta estaba tan oscuro como podía estarlo un viernes. Sentía el frío desde adentro de la piel y se remeció involuntariamente. Sacudió el pensamiento y miró a donde debería ir la calle. No se divisaban focos de autos, ni siquiera de esos molestos halógenos. Tampoco se veían las farolas del alumbrado público. Estaba tan oscuro. Intentó achicar los ojos para poder enfocar la vista, pero no se veía nada. - Debe ser esa puta niebla de abril – pensó, y siguió apoyado en el umbral de la puerta sin poder contemplar siquiera el inmenso roble que adornaba su antejardín. No se animaba a dar un paso afuera, aunque sabía exactamente cuántos escalones le separaban de la vereda. Pegó un fuerte silbido, a ver si se acercaba el perro, pero el sonido fue tragado por el negro paisaje. – ¿Habré enceguecido? – dijo en voz alta, pero ni siquiera escuchó su propia voz. Finalmente se conformó al ver que sus manos seguían tan adheridas a él como siempre.

- Siempre es difícil entenderlo para los nuevos, eh – le comentó un anciano a su compañero, mientras contemplaban cómo el triste hombre comenzaba a sollozar inmóvil en el umbral de su puerta.