Lola se recostó sobre la fría mesa, abrió los brazos en cruz y permitió que los sujetaran a las braceras; entornó los ojos, paseó sensualmente la punta de la lengua alrededor de sus labios y comentó al doctor con malicia: “Jovencita de diecisiete primaveras”. Pusieron la mascarilla cubriendo nariz y boca, aspiró cuando le dieron la indicación que lo hiciera; hizo un leve gesto de dolor al recibir la dosis de Pentothal sódico por la vena; después se fue deslizando por el túnel de la inconsciencia.
Lola soñaba con la cirugía estética, con la belleza recuperada, con los labios perfectamente delineados y sensuales, con la nariz perfecta, con los ojos libres de las bolsas y las arrugas espantosas que hacían las patas de gallo, con los pómulos tersos y la barbilla afilada. Soñaba también con senos firmes y voluptuosos, areolas cuidadosamente delimitadas, y pezones inquietos y traviesos. Lola caía irremediablemente en el tobogán del sueño y las ilusiones y se veía de nuevo chiquilla de abdomen plano, glúteos redondos y elevados, muslos firmes sin chaparreras, y piernas sin estrías, ni varices. En una frase suya: jovencita de diecisiete primaveras.
Ni aquella era la sala de quirófanos, ni aquel el cirujano plástico. El veredicto había sido unánime, la sentencia emitida sin contratiempo ni revocaciones ni enmiendas: “Pena de muerte”, dijeron.
|