La certera pedrada derribó la pequeña ave que a diario se posaba sobre el ramal del viejo árbol de mangos, “Sos un demonio”, le espetó doña Consuelo al pequeño que balanceaba la cauchera entre sus manos, percibida la vaciedad en esos ojos grandes, que nada traslucían, tuve la certeza que lo que aquella anciana acaba de decir era una verdad de a puño, tan solo una tenue sonrisa en ese infantil rostro vino a confirmar que para “Tatín” aquello no importaba nada y que el inerme cuerpo de aquel pajarito tan solo era un trofeo más para su capricho.
Llegó a nuestro barrio tras un destartalado camión cargando en sus ruedas la miseria, tres colchones remendados, camas sin patas, escaparates desvencijados, y cuatro niños enclenques de ojos tristes y barriga prominente, vistiendo la pobreza que nos miraban con sus ojos de plato, llegaron hasta el rancho de la esquina que amenazaba con venirse al suelo y descargaron su menaje para empezar a colonizar la vida de barrio, sentaron su bandera para indicar que hasta acá habían llegado y que de aquí no saldrían fácilmente.
“Tatín” era el tercero de su clan, el cual tenía como jefe a un viejo gordo, grasiento, con la cara marcada por el acné y una nariz redonda que siempre permanecía roja a causa de los litros de alcohol que aquel esperpento exhalaba a montones y que inundaba el aire circundante y que nos hacía pensar que en el momento menos indicado estallaría envuelto en llamas con tan etílico combustible. El hombre trabajaba en un taller de mecánica en un sector de mala muerte de la ciudad y era religioso verlo llegar todos los días con el sudor y la grasa destilando de su cuerpo y el alcohol escapando en efluvios de su cara.
La hermana mayor era una chica flaca de tetas inmensas que nunca se preocupó en ocultar y que por el contrario exhibía con desparpajo sin importar las caras de espanto de las niñas y señoras bien del barrio, se llamaba Amanda, y además de encargarse de ser el reemplazo de su madre, en todo lo que a eso se refiere, la cual nos dijeron inicialmente que había muerto, también era el bulto que soportaba los embates del empedernido borracho que la golpeaba con una violencia desenfrenada a lo que la chica no se amilanaba y muy por el contrario lo enfrentaba como una gata rabiosa y le gritaba desde la calle “Viejo triple hijueputa, con razón mi mamá se enmozó y se largó a putiar lejos de nosotros” y se perdía por varios días para luego aparecer y volver a repetir la escena que hicieron de estas peleas familiares la comidilla de las señoras de bien. Amanda jugaba futbol con nosotros y la verdad es que le teníamos miedo, ella, tan acostumbrada a los golpes no se amilanaba por nuestros leves encontrones y en cambio nos trancaba con tal fuerza que no era raro que voláramos por los aires y que varios de los chicos termináramos los juegos con moretones y piernas tronchadas, fue ella la que por el pago de un peso nos ponía a hacer fila para ser testigos del enigma que para nosotros era el órgano sexual de las niñas, aún recuerdo el susto y la emoción por descubrir tal misterio y la decepción después de literalmente no ver mayor cosa, “ si quieren tocar, es un peso de más” nos decía con cara de aburrimiento mientras chupaba una colombina , hasta que una noche, cansada de ser la primera experiencia sexual de todos los jóvenes de la cuadra, tomó tres trapos y se largó con un peludo enmariguanado que la aguardaba en una moto mientras le gritaba a su padre “Adiós viejo malparido, ahora vas a tener que culiar a tu puta madre” y se perdió entre el ruido ensordecedor de la moto y la algarabía de los 3 hermanitos que corrían tras ella eufóricos como si celebraran la emancipación de uno de la camada.
El mayor de los varones era Wilson, sordomudo, aunque para arriar la madre se le entendía perfectamente bien, a Wilson era común verlo en la calle montado en los tacones de su hermana y poniéndose los brasieres que ella se negaba a usar, sus manías y tendencias se hicieron entonces muy notorias y se convirtió en el blanco de burlas de todos nosotros, que solapadamente nos asomábamos a la ventana para gritarle “¡Wilson, píntate las uñas! ,¡Wilson ponéte las tangas! “ y salíamos en bombas de fuego mientras él nos perseguía con un palo y nos gritaba “¡Manpaidos eputas!”, nosotros nos moríamos de la risa.
El menor era Edwin, a quien su enorme cabeza le servía para almacenar una cantidad impresionante de datos que nos sorprendían a todos, desde las capitales de todo los países del mundo, pasando por nombres de presidentes, monedas, aeropuertos y hasta equipos de futbol, el chico que inicialmente nos pareció un sabio acumulaba sin embargo tres años de primero de primaria porque era un burro para sumar uno más uno, además de estar siempre con la boca abierta por la cual siempre se le escapaban las babas mientras los mocos se le escurrían de las narices. A Edwin sin embargo no éramos capaces de gastarle broma alguna, no porque le tuviéramos consideración, sino mas bien por el pavor que nos producía los arrebatos de ira de Tatín, que se endemoniaba cada vez que alguien osara decir algo de su pequeño hermano, lo defendía más que con amor con una rabia inconmensurable que a más de uno le costó cabezas rotas y ojos amoratados. A donde fuera Tatín allí iba Edwin buscando en su hermano el amparo que no encontraba en casa.
Tatín era el orgullo de la mamá, eso nos lo contó alguna vez Amanda, la mujer que veía a su única hija con pesar por tener que ser mujer y adivinar el magro destino que le depararía y que con vergüenza soportaba la discapacidad del mayor de los varones, encontró en Tatín la esencia de la maternidad que llevaba sepultada tras años de sufrimiento, se aferró a ese amor como una tabla de salvación, se pasaba horas y horas acariciando sus cabellos mientras los demás niños luchaba con la maraña de sus pelajes poblados de liendres y piojos, sin embargo tanto amor no fue suficiente para que una tarde mamá les dejara listo el almuerzo y saliera a hacer una vuela al centro y no regresara jamás. Tatín solía permanecer horas enteras sentado en el umbral de la puerta de la casa mirando en dirección a la avenida aguardando que en cualquiera de los autobuses que llegaban desde la ciudad, se bajara ella, para decirle que todo estaba bien, y que nunca jamás lo dejaría, pero mientras morían las tardes, moría de igual forma el brillo en los ojos del niño, que se fue haciendo viejo aceleradamente dentro de un cuerpo infantil, hasta que cansado de esperar nunca jamás volvió a sentarse en aquel umbral ni a mirar hacia la avenida. Algo en el mundo interior de Tatín cambió, y en ese pequeño rostro de diez años se marcó el ceño fruncido que las amarguras dejan en los adultos, sus ojos se apagaron y su voz adquirió el matiz grave de los que no quieren hablar porque sienten un peso enorme que arrastran desde el alma.
No sé si Tatín era malo porque quisiera serlo, a veces pienso que simplemente necesitaba dejar salir tanto dolor y tanta rabia para no morir, “No me gusta que se junte con ese muchachito” me decía mi madre, pero era inevitable socializar con él, además de que no queríamos hacerle un desplante cuando nos hablaba o nos pedía que lo involucráramos en nuestros juegos, nunca se llevó bien con su padre, este le tenía celos y no le perdonaba que todo el afecto de la madre lo hubiera depositado en él, y Tatín lo odiaba porque lo culpaba de la huída de ella, el hombre sin embargo no se atrevía a ponerle una mano encima después de que en una ocasión el pequeño se le enfrentó con un cuchillo cuando el energúmeno quería castigar a Edwin, el hombre se asustó al ver tal cantidad de odio en los ojos de su hijo, que optó entonces por desatenderse definitivamente de ellos, mientras renegaba de su maldita suerte bebiendo más y más alcohol.
Tatín supo entonces que algo había que hacer para conseguir el sustento diario de él y de sus hermanos, comenzó pidiendo sobras en las casas de los vecinos de donde era expulsado casi siempre con las manos vacías, intentó entonces vendiendo los mangos que crecían en el viejo árbol de la cuadra pero el hambre no sabe de estaciones ni temporadas y cuando el árbol se marchitaba entonces algo había que hacer, Tatín entonces empezó por pedirnos prestado los pocos pesos que nos regalaban nuestros padres, luego fueron las loncheras, hasta que empezaron sus incursiones en las casas ajenas de donde sustraía cualquier cosa que pudiera ser cambiada comida, era una lucha diaria y sin cuartel, todos sabíamos quién era el rufián que nos robaba nuestras cosas y todos guardábamos un cobarde silencio.
Pero Tatín sabía que esta situación no podía prolongarse por siempre, necesitaba una fuente de trabajo más rentable, es que eso de estar raponeando baratijas y alacenas de los vecinos lo tenía cansado, recién cumplido los trece lo vimos desaparecer durante una semana, para regresar montado en una moto y por primera vez estrenando unos enormes tenis importados, Wilson que seguía montado en los tacones de su hermana y el bobo de Edwin lo recibieron con alborozo y le rogaban que los llevara sobre el estrambótico automotor, Tatín sacaba billetes de su bolsillo y se los daba al mayor para que compara comida por montones, “Porque acá el hambre no vuelve a entrar” decía a viva voz para que todos lo oyéramos.
Nunca más se volvió a juntar con nosotros ni muchos menos a compartir nuestros infantiles juegos, a veces sin embargo se quedaba observándonos mientras jugábamos algún partido de futbol y en las miradas encontradas creía adivinar un asomo de nostalgia, de esa infancia arrebatada y por una fracción de segundo desparecía ese rictus para dar paso al rostro de niño que añoraba una oportunidad, pero el ceño fruncido volvía y la cara amarga venia a borrar tal espejismo.
Un Domingo sentimos el atronador ruido de la moto que cruzaba a altas velocidad el barrio mientras el zumbido de las balas le pasaban rozándole la vida, Tatín las esquivaba y cuando tenía chance respondía desenfundando un changón que ocultaba entre la chaqueta, mientras las gentes corrían despavoridas y las mujeres chillaban frenéticas buscando sus hijos. “Es que mató a dos pelados de la cañada” comentaba la gente, mientras doña Consuelo sentenciaba “Ese muchacho va a terminar muy mal”, Tatín se perdió entonces un mes del barrio para reaparecer en una moto diferente mucho más potente y más ruidosa que la anterior. A partir de aquel momento la zozobra se impuso en la cuadra, y no era raro escuchar en las noches el lamento ebrio de aquel joven viejo que se mezclaba entre el ruido de lo reguetones y los disparos al aire.
Hasta que un sábado víspera de Domingo de ramos, una romería que bajaban desde la cancha de futbol comentaban entre sí “ Lo mataron, lo mataron”, otros decían “Eso se veía venir” y otros se atrevían a comentar” Ah buen muerto que fue este”, subiendo por la empinada calle llegué hasta la cancha y allí entre los insultos del sordomudo y el quejido lastimero de su hermano menor, estaba Tatín, luchando por respirar mientras tres hilos de sangre escurrían por la arena, y me pareció verlo nuevamente como la tarde aquella en que llegó al barrio tras aquel camión destartalado, y me lo imaginé sentado en las piernas de su madre mientras le acariciaba los cabellos y lo besaba y lo llamaba “ mi niño”, y quise entender porque el destino a veces nos va empujando y nos va arrinconando a cumplir un rol que muchas veces no queremos ni merecemos tener, y mirando esos ojos que luchaban por no irse sentí un dolor y una vergüenza cómplice de haber sido partícipe de aquel destino inmisericorde, me agaché y le tomé una mano por la que el calor y la vida se escabullía y entre los moribundos balbuceos lo pude oír cuando repetía “Mamá, mamá, mamá..”, su voz se fue perdiendo entre el loco bullicio de la ciudad implacable ,mientras el ceño fruncido desparecía para dar paso a su cara de niño, esta vez para siempre.
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