Abstraída en una imperfección del papel mural, se le cruzó un pensamiento terrorífico: "Ahora, ¿cómo habría de escoger a sus amantes?" Cerró los ojos instintivamente y vino a ella una profusión de recuerdos. Ella escogía por el olor. Podía ver a un hombre parado en medio de una habitación llena de gente y no hallar nada en él que la sedujera, pero si al acercarse, si al percibir el olor de su piel, de su sudor, a centímetros de distancia, sentía ese cosquilleo en la base de la nuca, ella sabía que había hallado lo que buscaba.
No volvería a ser lo mismo.
Pensó que dada la incerteza, tendría que buscar a alguno de sus antiguos amantes, alguno con el que aquella percepción ya estuviese asegurada. Se afanó en contabilizarlos y durante días escribió un diario de los primeros encuentros y puso en palabras cada detalle y cada sensación despertada por el carisma del olor de los que tuvo.
Escogió una libreta muy pequeña y discreta que llenó de palabras en verde.
Al terminar, supo que tenía un pequeño tesoro, pero notó que ninguno de los que ahí aparecían le parecía atractivo de recobrar. Todos habían dejado de ser, en algún momento, en algún sentido, lo que ella necesitaba.
Pensó que tal vez era hora de experimentar con gente de su mismo sexo, finalmente siempre lo que la detenía en ese punto era el olor. Exceptuando el detalle, las féminas eran bellas y más dulces. No tardó en desecharlo horrorizada ante la idea de tener una compañera demasiado parecida, capaz de ponerse su ropa y hasta de imitar sus gestos.
Tal vez era el momento de la sublimación del deseo. Todo lo que necesitaba era un otro a quién idealizar a distancia. Al fin y al cabo, la carne sin olor no tendría jamás el mismo gusto. |