El cielo se oscurecía ante la mirada nostálgica de un pequeño infante, que se alegraba de ver las condiciones ideales para mecerse tranquilo en el aire, flotar en una atmósfera pasiva que le acogía con un tierno abrazo. Su húmeda existencia se volvía divina en un mundo que a su alrededor se caía lentamente, desprendiendo sus brazos en el extenso cielo para otorgar sin fin un regazo afectuoso que le daba tranquilidad. Lentamente maduraba y se percataba de que el momento de caer se acercaba, le esperaba pacientemente, le entregaba la posibilidad de disfrutar el momento sin apuros. Quería disfrutar a cada momento un instante más y gozaba de saber que podía hacerlo. Llegaba el momento y él ya se encontraba dispuesto. Estaba preparado, su conciencia se encontraba tranquila y ya estaba dispuesto para, pacíficamente, entregarse a la gravedad. Se desprendía del tierno abrazo de un dios y comenzaba su trayecto, directo al suelo. Y mientras caía por un sólo instante un prisma pigmentado, parte de un rayo de sol, trascendía su cuerpo y le invitó a formar parte de un nuboso arco iris que se alegraba de recibir a uno más como él. Pasó y disfrutó su instantánea estancia. Se acercaba ahora el momento de su impacto. Sintió inquietud, pero sabía que era parte de su destino.
Al caer, trató de tomar conciencia del lugar donde se encontraba. Un letargo celestial, hermoso, le interrumpía de su tarea, pero no desesparba, de todas formas, fuera donde fuera, era un lugar maravilloso. Al fin logró tomar conciencia y se encontró en un lugar tan magnífico que no podía menos que sentirse beneficiado por dios. Rodeado de miles como él, se fundía en una nueva existencia, que le mantenía expectante. Se fundió junto con todos los demás y terminó siendo uno, uno diferente e igualmente glorioso. Ya no era una gota de lluvia, era un poco de agua, que preparaba su nueva existencia para vaporizarse y volver al cielo.