Don Abelardo murió de un infarto al corazón, y con toda su bonhomía subió al cielo. Como su médico me tocó dar fe de su defunción. De que en efecto haya subido al cielo, solamente lo infiero. Y como no pensar en que el cielo debía ser su destino, si con toda su corpulencia de varón de 120 kilos, sonrojado, de ojos pequeños, siempre sonriente y dicharachero; desbordaba con todos los que le rodeaban, risas, frases, bromas, sueños. Siempre con la frase oportuna, con la palabra cierta e inquieta. De alguna de esas ocasiones, recuerdo la siguiente vivencia.
Don Abelardo estaba recostado bajo su camioneta, en un afán de arreglar la llanta o el freno. A su alrededor una chusma de chiquillos inquietos. Estando en aquella postura incomoda, a don Abelardo se le salió una sonora ventosidad. Un pedo estridente, o estruendoso, como sea que quiera verse. Risa entre los niños. Seriedad en su rostro.
-¡Váyanse de aquí chamacos pedorros! Exclamó el viejo, y de algún modo, conteniendo la risa.
Una vocecita de niño reclamando airado,
-pero si no fuimos nosotros don Abelardo.-dijo el niño.
Y a bote pronto respondió don Abelardo:
-Ja, y además de cochinos, mentirosos- dando con esta frase, por terminado el asunto.
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