Y continuáis mirando al cielo,
contempláis el vuelo de las aves,
y seguís pensando
que es el pájaro el que se mueve
rene
«No lo entiendes, porque eres hombre.
No tienes ni idea de lo que supone levantarte de pronto un día y descubrir que ya no existes. Sigues estando allí, bajo unas medias sedosas, que simulan casi a la perfección que el paso del tiempo se olvidó castigar ciertas partes de tu cuerpo. Las piernas aún parecen las mismas, finas y contorneadas; incluso me olvido de que es el falso tono bronceado del nylon el que se ha llevado consigo las varices y la maldita piel de naranja. Abro el armario y escojo la falda más corta, obviando por completo lo patético que me parecían aquellas viejas (Dios mío, cincuenta años y las llamaba viejas) que aún jugaban a ser adolescentes, con sus minifaldas y zapatitos de tacón.
Y es al salir a la calle cuando te das cuenta de que ya no existes».
Irene permanecía frente al espejo. Vestía una blusa de satén azul oscuro y unos elegantes y rectos pantalones color negro. Una ligera permanente ofrecía a sus cabellos el volumen necesario para enmarcar sin ostentación un rostro discretamente hermoso. A sus cincuenta y tres años, Irene estaba satisfecha con su aspecto, puede que algo más que cuando era joven. Sí, se dijo para sí, y detestó por un momento el personaje que le había tocado interpretar en la obra. Será necia, se repetía, mientras sus labios pronunciaban, de nuevo —no lo entiendes, porque eres hombre—, el patético discurso de la mujer, de pronto, inexistente; del cuerpo disfrazado con medias de nylon y minifalda. Del eterno objeto de deseo.
Cuando le ofrecieron el papel, la ficha de su personaje podía resumirse en tan sólo una línea: mujer madura se enfrenta a la crisis de los cincuenta.
Irene nunca había tenido problemas con la edad. No tenía ningún reparo en confesar sus años, incluso se enorgullecía (sin duda alguna porque al revelarlo siempre se veía recompensada por una retahíla de halagos: nadie lo diría, qué bien te conservas, qué envidia, ya quisiera yo a tu edad… ¿de verdad no te has hecho ningún arreglito?).
Y era cierto que nunca había pasado por ningún quirófano. A pesar de las facilidades para hacerlo (los cientos de anuncios de clínicas de cirugía estética, de la comodidad para financiarla, de lo generalizada y normalizada que se había vuelto en los últimos años, de la rápida recuperación, del anonimato, del secretismo, de las promesas de perfección), de la presión que conllevaba una profesión como la suya, la de actriz, del oculto deseo de borrarse alguna arruga, de la nostalgia que sentía al contemplar la flaccidez de sus pechos o de su culo. Pero para Irene era casi una cuestión de dignidad.
Cuando estaba a punto de cumplir los cincuenta, todos sus amigos (sobre todo aquéllos que no habían sobrepasado la denostada cifra) se empeñaron en bromear sobre la supuesta crisis en la que entraría a partir de entonces. En realidad, una década atrás, cuando iba cumplir los cuarenta, ya había tenido que escuchar esos mismos comentarios, que a su vez eran casi idénticos a cuando cumplió los treinta; sólo que con los años los argumentos iban adquiriendo una dimensión más exagerada. Pero Irene había pasado con total inmunidad por todas aquellas cifras, con la cabeza bien alta, escoltada por los logros que había obtenido tanto en el terreno profesional como en el personal (una carrera como actriz cada vez más consagrada y una vida conyugal sin rupturas ni apenas altibajos). Así que no le importaba lo más mínimo continuar en aquel viaje que transcurría en dirección contraria a la idealizada juventud.
«No tienes ni idea de lo que supone levantarte de pronto un día y descubrir que ya no existes». En ese instante llamaron a la puerta. Se trataba de Olga, su hermana pequeña.
—Espero no interrumpirte.
—No, claro que no —le dijo Irene invitándola a pasar al salón. —Me vendrá bien un descanso.
Se sentaron en unas butacas que había frente al ventanal de la terraza. Aquella mañana el cielo estaba cubierto por una capa homogénea de nubes blanquecinas y apagadas, que ofrecía una luz igual de blanquecina y apagada, casi molesta.
— ¿Te importa que me encienda un cigarro? —preguntó Olga. Y antes de que Irene respondiera, sus manos ya rebuscaban la cajetilla en el abultado bolso que descansaba sobre su regazo.
—Haré una excepción esta vez —expresó Irene mientras se acercaba hasta el ventanal y lo abría, dejando pasar el aire por una estrecha rendija.
—Quería comentarte lo de la fiesta de tu cumpleaños. No podré ir.
— ¿Es por Carlos?
—Mira, ya te dije que no quería hablar de ese tema. Ya sé lo que piensas de él, así que no te preocupes que no tendrás que volver a verlo.
—Tranquila, que no lo decía por eso. Perdona por si el otro día me pasé un poco. No sé, a veces me olvido que ya eres lo suficiente mayor para saber lo que te haces.
— ¿Lo suficiente mayor? Vamos, que ya tengo casi cuarenta —espetó Olga en tono de burla.
—Oye, en serio, puedes traerlo si quieres. Creo que podemos olvidar por un día nuestras diferencias y comportarnos como personas civilizadas.
—Ya te he dicho que no era por Carlos. No podré ir porque me ha salido una guardia.
Cuando se marchó su hermana, Irene volvió al estudio. Se plantó de nuevo ante el espejo. Estaba enojada. ¿Por qué su hermana era tan estúpida? ¿Cómo no podía darse cuenta de que Carlos era un vago, un vividor? «Y es al salir a la calle cuando te das cuenta de que ya no existes» ¿Cómo puede ser tan tonta? Supeditar tu existencia a un hombre.
Decidió concluir con el ensayo. Su mente se encontraba demasiado agitada para poder concentrarse en el texto, así que optó por salir un rato; aún tenía que comprar varias cosas para la fiesta de su cumpleaños. Cuando llegó al centro comercial, quiso la casualidad que su cuñado Carlos también se encontrara allí. En un principio, fue Irene quien lo divisó. Bajaba en aquel instante por las escaleras mecánicas, con la mirada distraída en la superficie que se iba descubriendo al ir accediendo al piso inferior. A su derecha se encontraba la librería. Desde el punto donde se encontraba Irene, podía ver el espacio desde lo alto, donde se apreciaba como un laberinto de pasillos bordeados de estantes repletos de libros. Y en mitad del corredor central, apareció por un momento la silueta de Carlos, de perfil, ojeando un libro. Luego, las escaleras fueron descendiendo hasta que la superficie de un plafón actuó de barrera entre ellos. Irene suspiró aliviada. Cuando llegó al piso principal, se encaminó hacia la caja. Una vez allí, mientras esperaba en la cola, disimulando volvió la cabeza, buscando recelosa en la sección de la librería. Pero no halló rastro de su cuñado. Quizá lo había imaginado, se dijo y al instante se rió de sí misma, la actitud que estaba adoptando con Carlos le resultó de pronto un poco infantil. Pagó la compra y salió fuera del recinto.
Cuando estaba a punto de cruzar la calle, escuchó una voz llamándola ¡Irene! Mierda, pensó ella, seguro que es Carlos. Intentó hacerse la despistada. Miró al frente, pero el hombrecito del semáforo no se apiadó de ella, impasible con su traje rojo. Tomó entonces su bolso y fingió buscar algo en su interior ¿Pero qué estás haciendo? Se decía mientras sus dedos palpaban una barra de pintalabios. Lo que realmente deseaba era convertirse en un avestruz, esconder la cabeza en el bolso y esperar que el peligro pasase.
—Irene, espera.
La voz sonó a escasos centímetros de su oído izquierdo. Cualquier intento de escapar era inútil, así que Irene se giró.
—Ah Carlos… Vaya sorpresa —respondió en un tono de fingida amabilidad.
Carlos le respondió con una sonrisa. A Irene le dolió el gesto de sus labios, la perfecta línea de sus dientes, el gracioso hoyuelo marcado en la mejilla derecha.
—Me gustaría hablar contigo —dijo él, borrando de sus labios la sonrisa, como si le hubieran adivinado el pensamiento.
Se sentaron en un banco de una plaza cercana. Irene no entendía muy bien qué estaba haciendo allí, qué diablos quería decirle el inútil de su cuñado, como solía llamarlo ella.
—Mira Irene, no voy a andarme con rodeos. Sé que nunca hemos congeniado y todo eso… pero he de reconocer que lo que más que me gusta de ti es tu franqueza. Así que creo que seré muy justo si te digo que… bueno… El otro día vi a Paul con otra mujer.
—Eres un hijo de puta —espetó Irene con rabia al tiempo que se alzaba. Luego se marchó, maldiciendo para sí aquel encuentro. No entendía por qué le había dicho aquello, quizá se trataba de una forma de venganza. Carlos conocía muy bien las conversaciones que había mantenido con su hermana Olga, cuando le sugería que lo abandonara, que se librara al fin de aquel lastre. Pero ella nunca le hacía caso. «Ya sé que últimamente no le funcionan muy bien las cosas, pero si quisieras conocerlo realmente... Es tan divertido, tan ingenioso, tan vital… Y me quiere muchísimo, créeme Irene, con locura, como yo a él…» Pero Irene sólo escuchaba aquello que ella quería: «últimamente no le funcionan muy bien las cosas» ¿Últimamente? ¿Pero alguna vez le han funcionado?
Y en ningún momento, en el trayecto de la plaza hasta su casa, Irene pensó que las acusaciones de Carlos pudieran ser ciertas.
Por la noche, Irene continuaba inquieta. Eran pasadas las once y Paul todavía no había regresado a casa. Antes de marcharse por la mañana, Paul ya le había dicho que probablemente tardaría un poco, que no lo esperase para cenar, sin embargo Irene no lograba estar tranquila ¿Y si fuera cierto? Aquella pregunta le había visitado mientras se preparaba una ensalada, y luego en el lavabo, mientras se desmaquillaba los ojos; más tarde le sorprendió cuando pasó frente a la puerta del dormitorio. No la dejaba mucho tiempo rondar por su cabeza; se negaba a confiar en la palabra de Carlos sin haber escuchado antes la de su marido. Creía que eso era lo más justo tras veinte años de matrimonio.
A las doce menos cuarto, Irene escuchó la cerradura de la puerta. Permanecía en el comedor, sentada en una de las butacas frente al ventanal de la terraza. Al entrar Paul en el salón, se asustó al distinguir la silueta de su mujer sumida en la penumbra.
—Joder, me has asustado ¿Qué haces aquí a oscuras?
Paul se acercó hasta el interruptor y encendió la luz.
— ¿Dónde has estado?
—Ya te dije que tenía trabajo. Ah, tengo buenas noticias —su voz se perdió tras la pared de la habitación. A los pocos minutos apareció abrochándose la camisa del pijama —. Han confirmado la gira para el verano.
Irene no se inmutó. Continuaba con las piernas cruzadas, con la vista al frente. Observaba a Paul, la forma de sus dedos, la pelusilla rojiza que cubría la piel de sus manos. Y le parecieron desconocidas, al igual que la forma de su rostro, o el tono de su voz, o la manera al caminar por el salón. ¿Había sido siempre así? Y se sintió como uno de aquellos espectadores que acudían al teatro. Pero ella ya no era la mujer sentada en la butaca frente al ventanal de la terraza, observando a su marido interpretar el papel de un extraño. No era ella, porque podía verse desde fuera, interpretando el papel de la esposa desconfiada. Y al observarse, se vio a sí misma igual de extraña. ¿Siempre fui así? Se dijo, y por primera vez se dio cuenta de la tristeza de sus ojos perdidos en aquel mapa de arrugas. Aunque no era bien bien tristeza, sino quizá desidia, o aburrimiento, o conformismo.
Paul se marchó a la habitación. Irene continuaba sentada, un extraño temblor se había apoderado de ella, era como si alguien hubiese dejado una puerta abierta en alguna parte de su ser. Y ya no sólo le parecieron extrañas las personas que habitaban aquella casa (ella misma y su marido), sino el propio espacio que los rodeaba, la terraza y las butacas, las figuritas ordenadas en la mesa, las decenas de libros en las estanterías… como si todo aquello no fuese más que un decorado de fondo al que nunca había prestado demasiada atención.
Y acudió a su mente una noche de las Navidades pasadas, un escenario distinto: la casa de sus padres, cena de Nochebuena. En un momento de la sobremesa, fue a buscar vino a una despensa que había situada bajo el hueco de la escalera principal. Y al abrir la puerta, se encontró a Olga y a Carlos haciendo el amor apoyados en uno de los estantes. Aquello enfureció a Irene, menuda falta de respeto, follando en la despensa de sus propios padres, en la cena de Nochebuena, con toda la familia, los niños, en la casa.
Irene miró hacia la puerta de la habitación que permanecía entreabierta. Seguro que Paul ya estaría dormido. Rememoró de nuevo la escena en la que ella abría la puerta de la despensa y la detuvo allí. Vio a Olga apoyada en el segundo estante, de cara a Carlos, con las piernas abiertas. Desvió la vista hasta Carlos, que permanecía de pie, acoplado a ella, con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta las rodillas. Irene no pudo verle la cara, así que volvió a mirar hacia su hermana, mantenía los ojos cerrados y la boca abierta, abandonada al placer. ¿Cuánto hacía que ella y Paul no hacían el amor así? ¿Cuánto hacía que no se revolcaban por el suelo de la cocina o del comedor? ¿Cuánto que no la empotraba en el interior de una despensa? Se levantó y se dirigió hacia la habitación. El cuerpo de Paul estaba estirado boca abajo, con el rostro mirando hacia la pared. Estaba segura de poder recordarlo, pero no. Había pedido la cuenta de los días que habían pasado desde la última vez que aquella cama sintió las embestidas rítmicas de sus cuerpos sobre ella.
A la mañana siguiente, cuando Paul se levantó, Irene se hizo la dormida. Le observó dirigirse hacia el lavabo, escuchó el sonido de la ducha, y lo imaginó desnudo bajo el grifo. Pero la imagen que le vino era difusa, acaso desconocida. Luego apareció de nuevo ya vestido y salió de la habitación, sin siquiera dirigir una breve mirada hacia la cama. Tiempo atrás, la hubiera despedido con un beso, o con una caricia en el pelo. Al escuchar cómo se cerraba la puerta del recibidor, Irene se sintió triste, no sólo por la falta de caricias o de besos, seguramente ella actuaba igual al levantarse; le dolió no recordar en qué momento habían empezado a cambiar, dónde quedó el último beso, la última caricia al despertase.
Se vistió y salió a la calle. No tenía ganas de ensayar. Mientras caminaba intentó recordar el texto de la mujer madura que dejaba de existir porque ya nadie la miraba por la calle. Pasó por delante de un bar y un hombre escrutó su silueta de la cabeza a los pies. Vaya, aún existo, se dijo con sorna, pero ella no quería existir para un extraño. Ella, simplemente, quería existir para Paul. O quizá ni siquiera para él, se bastaba con existir para sí misma. Pero desde la tarde anterior, había algo que le impedía reconocerse de igual modo, quizá se trataba de aquella puerta que aguardaba abierta en algún rincón de su ser.
El transcurso de las horas fue apaciguando el estado de Irene. A media mañana, Paul la llamó para felicitarla. «No te dije nada esta mañana porque estabas dormida. Estabas tan preciosa que no quise despertarte». Mentiroso, pensó ella, si ni siquiera me has mirado. Aunque quizá sí lo había hecho mientras se hacía la dormida. En ese momento, notó cómo la puerta se cerraba unos centímetros. Luego llamó Olga y, al escuchar su voz, se ruborizó, no podía apartar de su mente la imagen de su hermana con Carlos en la despensa, ella con la boca abierta y él con los calzoncillos bajados hasta las rodillas. Y si aquella imagen la noche anterior le pudo haber parecido excitante, ahora se retractaba; siempre le había resultado patética y bochornosa. Entonces pensó en Carlos, en las palabras que le había dicho mientras estaban sentados en un banco de la plaza.
Se encaminó entonces a la pastelería donde había de recoger su tarta de cumpleaños. En ningún momento se cuestionó el hecho de que fuera ella la que comprase su propio pastel, tampoco que fuera la encargada de decorar la casa, ni enviar las invitaciones, incluso de comprar algún detalle para sus invitados. Quería tenerlo todo preparado, que nada pudiese escapar del pequeño orden que regía toda su vida. Al entrar en la pastelería no encontró a nadie. Esperó un buen rato, admirando las distintas variedades de tartas (aunque sabía de antemano que escogería el mismo pastel de todos los años, de trufa y nata y una crujiente capa de yema tostada). La puerta del obrador estaba abierta y se encaminó hacia ella. ¿Disculpe? ¿Hay alguien? Nadie contestó. Sin embargo, le pareció escuchar voces a lo lejos. Vaciló un instante hasta que finalmente decidió adentrarse. El interior de la estancia la recibió envuelta en una extraña luz rojiza, de un tono apagado, que dejaba la totalidad del espacio en penumbra. Avanzó unos pasos a tientas, continuaba escuchando el rumor de aquellas voces. Pero no le parecieron unas voces reales, sino más bien como si alguien hubiera dejado encendida la radio o la televisión. Entonces pareció distinguirla. Se trataba de la voz de su marido.
En un principio, pensó que quizá quería sorprenderla y había decidido esta vez encargarse él del pastel (realmente Paul nunca se había preocupado por aquellos detalles). Irene siguió avanzando entre las sombras hasta que finalmente lo divisó. Estaba plantado a escasos metros de ella, con la mirada al frente, sin embargo no parecía verla. Su rostro aparecía bañado por esa misma y siniestra tonalidad rojiza. No era una luz normal, advirtió en aquel momento Irene, se trataba del halo de un foco, como los que iluminan los escenarios de los teatros. “Jamás se dará cuenta, es tan confiada.” Se trataba de la voz de una mujer. Irene quedó algo perpleja, le resultaba tan familiar (el ligero acento catalán, la sonoridad marcada de las eses, la inequívoca camaradería en el tono) que, sin ningún tipo de dudas, pertenecía a alguien que ella conocía; no obstante, no acertaba a definir a quién. No tardó en averiguarlo. Junto a Paul, surgiendo de la penumbra, apareció Claudia, su representante y amiga. “No. No es confiada”. Sentenció entonces él. “Es orgullosa y egoísta. No admitiría nunca que algo así de le escapara de las manos”.
Irene se volvió apresurada y abandonó la pastelería con el pulso desaforado. Sabía que nada de aquello tenía sentido, que no eran más que alucinaciones suyas: Paul, Claudia, sus voces, sus acusaciones, la maldita luz rojiza. Y todo por culpa de Carlos. Hijo de puta, se encontró mascullando en mitad de la calle, tenía que darse prisa ya que los primeros invitados no tardarían mucho en llegar.
“Es una fiesta estupenda, como siempre”. Claudia había aparecido por la puerta del salón enfundada en un sobrio smoking negro (tan poco femenina, tan alta y desgarbada, le había parecido siempre, sin embargo, ahora la contemplaba de distinto modo, se le antojaba mucho más esbelta y había en su rostro una ambigüedad que la hacía sumamente interesante). Era cinco años mayor que ella, rememoró Irene con cierto sarcasmo y anheló por un momento que la imponente mujer que era su amiga se convirtiera de pronto en una alocada jovencita de veintipocos. Un caramelito de esos demasiado dulce que acaba cansando tras un par de lametazos. En ese instante, Claudia se encaminó hacia ella y la felicitó con un par de efusivos besos en la mejilla. Irene permaneció inmóvil, con el cuerpo algo rígido, con lo que apenas respondió al saludo de su amiga, aunque nadie pareció darse cuenta. Cualquiera hubiese pensado que era la saturación lógica tras el desfile de felicitaciones, y abrazos, y besos, y por muchos años, y más besos, y más abrazos, y qué estupendas que te ves, y feliz cumpleaños, y una fiesta genial, y beso, y abrazo. Irene dirigió la vista hacia su marido que estaba en la terraza, fumando un cigarro con un par de amigos. Entonces él volvió el rostro, apenas fueron unas décimas de segundo, pero ella supo que estaba mirando a Claudia. En el mismo instante que Paul aspiraba una calada de su cigarro, Irene notó que parte de aquel humo se instalaba en su garganta, atascándose allí, impidiendo que pudiera respirar con fluidez. Estuvo tentada en tirar la copa que sostenía en la mano y estamparla contra la vidriera de la terraza. Quiso gritar que se largaran todos, que la dejaran tranquila, que eran unos hipócritas y unos hijos de puta (tenía la certeza de que todos estaban al tanto de la aventura). Deseó como nada en el mundo abofetear a su marido y escupirle a la cara a la zorra de su amiga Claudia. Pero en ese preciso momento alguien levantó su copa y propuso un brindis. La puerta de la terraza se abrió y apareció Paul encaminándose hacia ella, rodeando con mimo su cintura. De pronto se apagaron las luces. “Esta vez se te olvidó, me llamaron de la pastelería…”, le susurró Paul al oído. “Pide un deseo”. Ella se volvió hacia él, la luz anaranjada de las velas proyectó en su rostro las mismas sombras, la misma extraña tonalidad rojiza, la misma mirada, la misma mueca en los labios. “Es orgullosa y egoísta”. Irene aspiró hondo y de un soplo apagó las velas. Al encenderse de nuevo las luces, se vio cercada por decenas de rostros sonrientes, admirando, sin duda, lo bien que le iba todo, lo magnífica que se mantenía, cincuenta y tres años, la dignidad de su rostro y de su cuerpo, su envidiable trayectoria como actriz. Y más allá de cualquier cosa, lo buena pareja que hacían (Paul no había abandonado en ningún momento su mano apoyada en su cintura). “No admitiría nunca que algo así de le escapara de las manos”. Irene alzó la vista, era inevitable lo que iba a suceder. Rodeó con su brazo la espalda de su marido y, arqueando los labios, ofreció a su público la mejor de sus sonrisas.
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