Infancia
En las horas de la infancia podés ver la galería de una casa con su techo de chapas, inclinado hacia la parte descubierta, el caño que lo bordea y baja por un extremo hacia el piso. Los días de lluvia colocabas tus manos en el chorro fuerte y límpido, sentías el gozo de esa explosión de agua fría y brillante. En el verano, un toldo de lona verde era colocado para adormecer la resolana, y en la penumbra, los sillones de mimbre acompañando el silencio de la siesta. Justo ahí, al lado del caño, en la frontera entre la galería y el patio, te ves con las piernas cruzadas, sentada sobre un cuadradito de mosaicos amarillos y rojos, la cabeza inclinada. Tenés en las manos el palito de madera de un broche para prender la ropa, atado en el extremo más delgado hebras de lana blanca.
Qué cosa tan extraña para un observador externo! Sin embargo, ese juguete infantil, desprovisto de adornos, del cual colgaba un simple manojo de lana blanca, era como el barro para el artista. Así, ese manojo de lana blanca se modelaba a tu antojo, peinado, trenzado, rizado de acuerdo al personaje que iba tomando forma y vida en las artesanas manos de la infancia. Horas trabajando el pelo de tu creación, horas con la espalda inclinada, ajena al calor, a los pacientes malvones que te rodeaban, a los pasos de los mayores levantándose de la siesta, a los primeros ruidos de la tarde.
Cuando trenzabas la lana tenías el cuidado de que el resultado fuese perfecto, dividías esa cabellera imaginaria en tres partes, metías una dentro de la otra, primero la derecha sobre la del centro, luego cruzabas la izquierda, una y otra vez. Todo realizado de una manera lenta y firme para que ninguna hebra quedara suelta, pero a la vez con suavidad para no arruinar tanta belleza. Al final la atabas, en su extremo inferior, con una cinta de seda y otras veces, formando las alas de una mariposa, ponías dos pétalos de malvón rojo.
En otros momentos, si tu personaje asistía a una fiesta, un baile, ¡¿quién sabe que ocasión especial era inventada?!, mojabas ese pelo dócil, con pequeños tronquitos de la enredadera le hacías miles de rizos con pocas hebras en cada uno, de modo que aquello tuviera un efecto llamativo y dejabas descansar al abrigo del resplandor. El tiempo era aprovechado para elegir cuidadosamente algunas lentejuelas de azul intenso que guardabas en una cajita de lata. Cuando las hebras enroscadas en los tronquitos se secaban, era la hora de soltar esa melena mágica, peinar delicadamente los rizos y colocarle en la parte superior una coronita de oscilantes azules o distribuir las lentejuelas entre los rulos para que resplandezcan con las luces del salón.
Este recuerdo tuyo no es más que un conjunto de cosas, un microcosmos saliendo del palito huérfano de un broche para la ropa. Probablemente, en los días de viento, los broches de la ropa seguirán cayendo y desmembrados se dispersarán sobre patios y terrazas, probablemente, el destino sea el rincón de la basura, probablemente, en la complicidad de una siesta recojas uno como al descuido, le coloques un espeso manojo de lana blanca y recrees ese pequeño mundo, ajeno a otros pequeños mundos, pero tan propio como los latidos de tu mismidad.
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