Dolorita tiene la mirada de un gato. Sus pupilas son dos agujeros negros por donde se pierde la vastedad de su vida. Te ve y ya no eres tú en la tierra, sino que te conviertes en aquel muñequito en miniatura que está parado sobre el reflejo de dos planetas redonditos, rodeado de cielos verdes con sus pequeñas nubes sepias y sus rayos brillantes y sus pajaritos alborotados que ruedan de allá para acá en el iris de su mirada. Dolorita te mira y absorbe lo que tú eres, te atrapa con los ojos y te lleva a las profundidades de ese cerebro talentoso. Después de memorizarte al detalle, te cocina a fuego lento con sus ternuras y sus regaños, y te manda en forma de idea hacia sus propias manos. Cuando sales de su cuerpo ya no eres más de carne, ni más reflejo, ni pensamiento ni recuerdo, sino que eres un muñequito de trapo, igual a ti mismo pero más hermoso, más vivo de lo que nunca has estado. Entonces estás listo. Ella te toma de la cintura y sus manos recorren por última vez tu nueva piel de algodón. Te coloca con su pincel un punto blanco en cada pupila, y te conviertes en un juguete que lleva su misma mirada. Luego te besa y se despide, y te vas para siempre, perdido entre las manos de cualquier niña tremenda que se atreva a mirarla directo sus ojos felinos.