Mariana se sentaba a las cinco de la tarde de todos los días cerca del rosal que tenía en el jardín situado frente a su casa. Sus vestidos de lino blanco hacían juego con la tetera de porcelana y la taza con la cual tomaba su infusión aromática mientras soñaba con aquellas tierras lejanas e inalcanzables de las cuales su abuelo le hablaba cuando ella era apenas una niña. Era como un ritual mágico que se repitió, sin faltar, durante todo el tiempo que Mariana habitó aquella casa que había sido la herencia dejada por su abuelo cuando éste murió.
Mientras degustaba su té, Mariana veía transcurrir las horas sin que ningún acontecimiento la hiciera salir de su entorno, hasta que un día pasó un hombre cerca de su casa. Ella lo miró, y sus ojos captaron la mirada casi transparente de ese hombre que ella veía por primera vez. Él hizo una reverencia parecida a las que hacen los caballeros a sus majestades en los cuentos de hadas. Ella no emitió palabra alguna, sólo le devolvió su gesto con una sonrisa tan trasparente como la mirada del hombre.
Al cabo de un mes, aproximadamente, el hombre se detuvo en la puerta de la cerca de la casa de Mariana y la saludó con la misma gentileza que asomaban sus radiantes ojos. Mariana respondió al saludo y, por primera vez, conversaron. Ella lo invitó a tomar té; y él, con alegría, aceptó. Así, transcurrió la vida de Mariana por un largo tiempo, sin que nada nuevo se agregara a aquel escenario donde ella se sentía protegida y, tal vez, por qué no, necesitada.
Mariana y aquel hombre hablaban tanto de asuntos trascendentales como triviales de la vida y llegaron a entablar una comunión de almas muy sólida, descubriendo que ambos necesitaban el ritual de todas las tardes ya que de alguna forma compartían y llenaban la soledad anidada en sus corazones.
En una de esas tardes, el caballero de la mirada cristalina, como el agua de los ríos salvajes, le dio un discurso atropellado. El cerebro de Mariana no podía procesar aquel parlamento porque las palabras del hombre, aunque gentiles, salían a tropel como si se ahogaran en sus labios, y él las quisiera dejar escapar cuanto antes.
Cuando aquel amable caballero terminó su discurso, se despidió con toda la nobleza y don de gentes que Mariana siempre había notado en su proceder durante todo el tiempo compartido con él. Sin embrago, el caballero olvidó preguntarle cómo se sentía ella después de la disertación escuchada.
Mariana se quedó -de nuevo- sola; las dos tazas de té sin consumir y la tetera aún humeando, testigos de lo acontecido. Confundida miró a todos lados. Un niño que pasaba por ahí acotó:
-Sra. Mariana, ¿qué le pasa? La noto desconcertada.
Mariana dijo con voz casi inaudible:
-Me siento como si hubiese estado de copiloto en un carruaje, y el caballero que lo conducía me hubiese pedido –amablemente- que me bajara en medio del bosque.
Al muchacho le pareció gracioso el comentario de Mariana y -en su inocencia- soltó una carcajada como si una comedia acabara de terminar, y él honrase a los actores con una esplendida risa salida de su corazón de niño.
La tarde siguiente Mariana volvió a sentarse cerca del rosal con su acostumbrado ritual, sólo que esta vez el caballero que la acompañó en los últimos años no estaba. Nuevamente pasó el chico que había lanzado la pregunta el día anterior y demandó:
-Sra. Mariana, ¿está molesta con el caballero que le pidió que se bajara del carruaje en medio del bosque?
El niño volvió a soltar una carcajada como el día anterior, pero Mariana, en defensa del hombre que la había acompañado en su soledad, respondió:
-Sabes niño, no estoy molesta. El único error que quizás ese caballero cometió fue no haberse cerciorado de si cuando me quedé sola en medio del bosque, yo sabía cómo conseguir el camino a casa.
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