-¡Odio a los negros!- gritó Pachurati y se ganó las miradas fieras de todo el entorno. Su amigo, el triste Basty, le rogó que morigerara su acento, ya que se arriesgaban ambos a ser pasto de la furia de los parroquianos.
Por lo tanto, abandonaron el restaurante y, ya en la calle, el triste del Basty, quiso indagar más sobre esa fobia de su amigo hacia los afrodescendientes.
Días antes, un negro había sido humillado por las fuerzas del orden y surgieron voces reivindicacionistas por doquier, en defensa del pobre morenito, la situación fue tema de numerosos foros y todos repudiaron el abuso cometido. Por lo mismo, que alguien disintiera parecía algo muy extraño.
-Te explicaré, mi buen amigo. Todo tiene su razón. Hace algún tiempo, atendía yo mi negocio. La clientela había mermado, por lo que cuando entró Tombumstu, con su rostro oscuro y sólo sus dientes blanqueando en él, sentí un poco de temor. Tú sabes, encontrarte cara a cara con un negro, es casi lo mismo que encontrarse con un extraterrestre a la vuelta de la esquina. Y no es nada de racista lo que te digo, sino la consecuencia de un repentino golpe de vista.
-¿Puedo pasar, señor?- me preguntó y yo, asentí con la cabeza. El tipo ingresó y se colocó a dos pasos de mí. Su rostro denotaba una profunda tristeza.
-No sabe cuanto le agradezco la confianza-me dijo y sonrió levemente. –Yo sólo necesito que me venda unos pocos artículos. En ninguna parte han sido tan amables conmigo como lo ha sido usted.
Yo, asombrado, ya que tampoco mi actuar había sido un dechado de cortesía, sólo atiné a bajar mi mirada con un matiz de vergüenza.
El tipo le explicó a Pachurati que desde que había llegado a este país, había sido vilipendiado, ignorado, estigmatizado, y que su vida se había transformado en un infierno. Ya no sabía si regresar a su patria o descerrajarse un tiro. Al bueno de Pachurati, débil de corazón y generoso, a pesar de su cicatera conducta como comerciante, se le comenzaron a nublar los ojos, a causa de algunas intempestivas lágrimas.
-Me dio pena, compadre. El negro estaba muy acongojado, y sentí una gran conmiseración por él. Pero, lo que son las cosas, personalmente, no soy de las personas que atinan a socorrer de inmediato al herido, o al que ha sufrido un percance. Siempre aparecen otros más eficientes que yo para actuar y socorrer a los demás. Pero, esta vez, no había nadie en el negocio y estábamos yo y ese desdichado negro. Por lo tanto, un impulso inédito me obligó a actuar y yo, entre sorprendido por lo que iba a hacer y afectado como estaba con el visceral dolor del negro, me aproximé a él y lo abracé. El pobre tipo pareció derrumbarse sobre mi humanidad, tanta era su necesidad de afecto y tanta su desolación, que me besó con ansias, como si yo fuese su amante.
-La vida nos tiene reservadas muchas situaciones que calzan una con la otra, como si fuesen piezas de un arcano rompecabezas. Y esta fue, maldita sea, una de ellas. Mientras el negro me besuqueaba con profusión y yo, para no ser menos, también le devolví algunos ósculos, justo en ese momento –no podía haber sido otro- apareció la buena de mi mujer. Yo sólo sentí el grito de espanto y cuando reaccioné, la veo a ella mesándose los cabellos, como asistiendo al desplome de su existencia toda.
-¡Maricooooón!- sólo atinó a gritar y luego, despechada y con su rostro lívido, se perdió de mi horizonte, que desde ese mismo momento, sólo pasó a transformarse en una mancha gris.
-¡Compadre!- exclamó el triste Basty, -nunca me lo hubiera imaginado. No me había contado usted esta historia.
-¿Y que esperaba que hiciera? Lo he callado durante años, porque no es una historia que me enorgullezca.
-Fue la mala suerte. ¿Y nunca lo perdonó su esposa?
-¿Y qué tenía que perdonarme?- preguntó, a su vez, airado Pachurati. Nada malo había cometido, si bien las apariencias me incriminaban. No sabe usted lo que tuve que bregar para convencer a mi mujer que todo no había sido nada más que una comedia de equivocaciones.
-¿O sea que se abuenó con su señora?
-Después de muchas explicaciones, de muchos ruegos, invocando lo mucho que nos habíamos querido hasta antes de ese asunto, ella cedió y plantándome un beso que nunca olvidaré, dio por terminadas las hostilidades.
Todo anduvo muy bien por un par de años. Nuestro matrimonio era un dechado de virtudes compartidas, ella era un caramelo y yo, el lobo que me los devoraba.
Pero, una noche, mientras paseábamos por el boulevard después de una romántica cena, veo una sonrisa blanquísima entre las sombras. A decir verdad, la sonrisa aquella oscilaba en medio de una masa corpulenta. La sombra se abalanzó sobre ambos y cuando yo estaba decidido a defenderme, escucho esa voz grave y alguna vez temblorosa que exclama: -¡Amigo, mi buen amigo! Entonces la sonrisa se contextualizó en medio de un rostro muy moreno y reconocí a Tombumstu, el negro de aquella ya lejana ocasión.
Quise eludirlo, temiendo una nueva escena con mi mujer, pero ésta, sorprendida, se desprendió de mi brazo y se puso manos en jarra delante del negro.
-¿Así que usted es aquel señor al que mi marido consoló hace varios años?
El tipo, sonrió aún más, asintiendo con entusiasmo y luego se abalanzó sobre mí para extenderme su enorme mano. Nos abrazamos, esta vez sin besos y yo de reojo, estudiando la actitud de mi mujer. Contrariamente a lo que pudiera imaginar, ella se veía complacida, entendiendo la esencia de ese abrazo y el significado de toda esa situación.
Todo pareció quedar saldado, ya no hubo más sospechas ni resquemores. Mi mujer parecía radiante, y yo lo justifiqué, pensando que era nada más que una reacción lógica, al desprenderse de una buena vez de los fantasmas del pasado. Pero, mi mayor sorpresa fue cuando ella me pidió que invitáramos a mi amigo a una cena en casa. Como yo había intercambiado números telefónicos con él, le llamé y le pregunté si tenía un compromiso para ese fin de semana, puesto que deseábamos que viniera a nuestra casa. Él, entusiasmado, me respondió que acudiría a esta cita y que nada ni nadie podría impedirlo.
Esa noche, brindamos por nuestra amistad y yo me sentí loco de alegría al entender que mi esposa había comprendido del todo, lo que significaba esta hermosa amistad. Al despedirse, Tombumstu nos brindó esa sonrisa amplia, tan suya.
Cuando dos días después, regresé a mi casa después de una agotadora jornada de trabajo, me doy cuenta que mi esposa no se encontraba en ninguna parte. Sorprendido, la busqué por todas las habitaciones. Me dirigí a la cocina. Tampoco estaba allí. Me acomodé en mi sofá para distraerme un rato viendo TV, hasta que, de pronto, me levanté como un resorte y corrí hacia nuestra habitación. Abrí el closet en donde ella guardaba su ropa. Estaba vacío. Corrí al baño: no estaban sus cremas, ni su cepillo de dientes ni nada. Y así, en cada lugar en donde ella guardaba sus cosas, éstas habían desaparecido. Una sospecha horrible cruzó por mi ya loca mente. Tomé el teléfono y llamé a Tombumstu. No respondió. Acudí al departamento en donde habitaba y el conserje me dijo que esa misma mañana había partido. Que regresaba a su país con su nueva conquista.
-¡Odio a los negrooooooos!
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