La sala que comparte con cinco hombres desde hace más de un mes, se le antoja la antesala del infierno. Siempre lo imaginó en rojo y negro, sonríe al notar la incoherencia. Los colores de la anarquía eran los del infierno y ahora, recién ahora, al final, lo entendió: El infierno era blanco.
Lo supo desde el principio. El médico fue muy preciso. Fue entonces que comenzó esa sensación de vacío. Un foso y sólo oscuridad, negra y profunda.
Después de todo, no deja de ser un alivio. Los que alguna vez estuvieron a su lado ya se fueron. Escucha voces familiares. Abre los ojos y mira a las jóvenes que besan a su vecino de cama. Son las hijas, le dijo que estaba casado.
Acostado sobre su lado izquierdo ve el zócalo que une la pared y el piso detrás de su cama. La pulcritud contrasta con la vetustez de los mosaicos y azulejos que reflejan extrañas figuras escapando por las grietas. Por las noches estas se separan para dejar paso a uno de los tantos fosos por donde escapa.
Una voz, terminó el horario de visitas, ruidosas bolsas de plástico como prólogo del silencio y la oscuridad.
La pregunta, ¿habrá mañana?
Todo es más sencillo por la noche, el hombre se libera de la realidad y los fantasmas comienzan a ser más concretos y maleables, podemos moverlos a nuestro antojo, nos acompañan a recorrer el foso, nos llevan de la mano, nos aseguran que no estamos solos, que alguien nos espera.
Se contrae, lanza un grito. La enfermera se acerca condescendiente. El líquido entra, el dolor cede y el hombre vuelve al foso.
Es en estos momentos cuando se hace el balance, cuando los recuerdos surgen como el genio de la botella en los cuentos infantiles, la camisa desgarrada por el alambre de la cerca y la furia de la mujer a la que llamaba mamá. Comprendió su angustia al saber que se iba y que se estaba quedando solo.
Las noches se prolongan hasta el infinito en el insomnio y el dolor, los arabesco de yeso del techo ayudan a la reflexión como sesudos analistas freudianos, ¿en que esta pensando?, abre los ojos y Miguel no está allí. La enfermera se acerca restregándose los ojos, hay viejo, ¿otra vez?, el hombre vuelve al foso.
El loco deambula por la estación de trenes y diserta parado sobre un banco que lleva siempre consigo. Una de las patas del banco se quiebra en el momento en que el tren ingresa a la estación. Yo escuché la frase, la felicidad es una abstracción de la realidad, mientras los bomberos lo retiraban de las vías. Fue el día en que el médico me cantó la justa.
Mira hacia la puerta de la sala, no sabe cuanto tiempo hace que lo espera, sabe que no va a venir pero, a lo mejor se hace unos minutos, en las noches todo es posible, pero ya las primeras luces de la mañana se cuelan por las rajaduras de la madera de los postigos.
El reflejo amarillento que ingresa desde la calle hace crecer llamas sobre la pared de enfrente y no se puede llegar al foso pero cierra los ojos y todo es distinto y está allí, más cálido y acogedor que de costumbre.
Piensa que es extraño, muy extraño, el foso se esta llenando de agua tibia y el no tiene miedo. El agua lo cubre pero respira, abre los ojos. Las enfermeras lo miran, el médico se quita los guantes, ya está pásenle plan uno. La calidez del agua se filtra por sus venas, su cuerpo se mece subiendo y bajando en el foso, los recuerdos son cada vez más borrosos y lentamente se apagan.
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