Hacía poco menos de dos meses que nos habíamos mudado. A decir verdad, me agradaba mi antiguo hogar en el campo, pero había escuchado decir a mi mamá que extrañaba a su hermana que vivía en la ciudad. Siempre habían vivido juntas. La distancia que nos separaba era grande y no alcanzaba la plata para viajar todas las semanas. Vivíamos algo alejadas, pero a mí me gustaba. El ruido que invadía las mañanas era el silencio. Yo lo disfrutaba mientras desayunábamos con mi mamá (siempre pan tostado del día anterior con manteca). A veces el mutismo matinal era interrumpido por unos segundos por un gallo trabajador que se tomaba muy en serio su labor de despertador. Pero acá es diferente, muy diferente: bocinas, explosiones, sirenas, hacen que me sacuda y extrañe la paz que me regalaba el ámbito campestre. Todo era más tranquilo allí, pero notaba que mi mamá estaba afligida, la sentía angustiada. Y después de tanto (o no tanto) tiempo, una ya sabe que los sentimientos se transmiten, así que era inevitable que yo también me sintiera triste. Esa era mi principal preocupación, así que trataba de hacerla reír, de distraerla de aquellos pensamientos que la abatían, de llamarle la atención. Porque no era sólo el exilio, también en aquella danza de problemas estaba mi viejo. En realidad no estaba, ese era el punto. Se había ido. Me conformaba pensando que tal vez él también tenía un hermano que vivía lejos y al que extrañaba. De todos modos no me convencía mi argumento. Así que en uno de esos días en que mamá se sentía abatida, armó el bolso y partimos para una ciudad que se llama La Palta o La Plata o algo así, en fin, nos fuimos. Dicen que las mujeres tienen coraje: a nosotras nos sobra.

Como si fuera un guiño del destino, a los pocos días que llegamos la situación empezó a cambiar. Mi mamá rebozaba de alegría, le había cambiado el ánimo por completo y por ende, yo también estaba a gusto. Qué mejor que saberla feliz. En nuestra nueva casa (la segunda para mi corta edad) vivíamos con mi tía Marta y mi prima Inés. Si bien yo extrañaba mi antiguo hogar, no me podía quejar de cómo nos cuidaban. Además había algunos divertimentos que eran toda una novedad para mí. Me agradaba mucho en las tardes de calor tirarnos bajo un Tilo cómplice que estaba en el fondo de la casa y que era escenario de charlas eternas entre mamá y la tía. Yo, como el Tilo, era testigo privilegiado de aquellas conversaciones. Pero sin lugar a dudas lo que más me entusiasmaba era cuando venían los vecinos los fines de semana, poníamos música y bailábamos. Me gustaba bailar con mi mamá y todos se divertían de cómo yo movía los pies. Incluso algunos se animaban a vaticinar que me esperaba un futuro de bailarina.

Ya había prácticamente olvidado mi pasado campestre y estaba feliz, cuando empecé a percibir que una extraña sensación de nerviosismo me irrumpía. Estaba perturbada y eso perturbaba a mi mamá. Tenía miedo que se enoje, porque me pedía que me quedara tranquila y yo no podía. No quería estorbarla, pero algo dentro me obligaba a moverme, me inquietaba. Sentía una mezcla de felicidad y de temor, sobre todo este último cuando empecé a escuchar voces que nunca había sentido: raras, graves, parecían de hombres. Incluso en algún momento tuve la esperanza de que sea mi papá. Pero no. Mientras aquella miscelánea de sentimientos me invadía empecé a vislumbrar una luz entre mi penumbra. Un rayo entrometido que se precipitaba por una grieta me atraía misteriosamente sin poder detenerme. Me encandilaba. Empezaba a tomar consciencia que estaba abandonando mi hogar ¿Otra mudanza?, pensé. Tenía miedo de extrañar como le había pasado a mi mamá, pero la adrenalina me hacía mover cada vez más y más. No sabía por qué, pero cada sacudón me estremecía. Cuando por fin la luz me atrapó definitivamente, una mano gigante me sostuvo y me posó cariñosamente sobre el pecho de mi mamá. Yo lloraba de emoción, ella también.