Maravilla incapacitante

Hay experiencias en la vida que al ser contadas resultan difícil de creer. Anécdotas que pertenecerían al realismo mágico, pero que la vida regala así sin más y mucho menos sin siquiera merecerlo. Ahora que lo pienso bien podría contar bastantes, suertudo yo, sin duda. Pero ahora acontece contarles sólo una, que las de más o son muy osadas para sus oídos o muy comprometedoras para mí. Una mañana de diciembre soleada y calurosa como todas en el trópico, amanecí con una migraña de madre producto de los excesos de vodka de la noche anterior. No recuerdo ni como llegué a mi cama ni con quien la compartí, si fue hombre o si fue mujer lo mismo me da, lo imprescindible es la compañía aunque los rayos del sol insistan en descubrirme en la soledad. Tras tomarme unas aspirinas me dirigí a la playa. Las sandalias tropezaban con cuanta botella y lata se topaban en medio mientras bajaba la cuesta en donde los bares circundantes hacían fila hasta alcanzar el malecón. Me quité las gafas cuando la arena comenzó a aguantarme el paso. Me agaché para deshacerme de las sandalias y me dio tiempo de agarrar la toalla en el aire antes de que cayera al suelo. Ahí fue cuando mis ojos engañaron a mi mente, o así lo pensé por un rato, luego de convencerme pisada tras pisada, en la aún tibia arena, que un ejército de estrellas había invadido la larga costa que bordeaba el solitario balneario. Quise devolverlas al mar pero era ardua tarea con las miles que a mis pies pedían auxilio por su vida. Convencido de la injusticia que sería devolver sólo unas pocas al mar me retiré bajo una palmera a disfrutar del estelar espectáculo que ojo humano jamás haya apreciado.