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Mi último relato

Estaba a punto de cumplir un año como guardia de seguridad rompiendo noche cuando un proyectil humano envuelto en ricas y espesas pieles blancas cayó frente de mi incrustándose en el áspero asfalto. Logré escuchar un leve quejido, seguido por dos palabras empujadas en un último suspiro: “las cartas”. Inmediatamente el cuerpo de la mujer se retorció y quedó inerte en un charco de sangre que se le escapaba bajo el manto blanco, lo que previno que los sesos se esparcieran como gelatina en el pavimento. Ante tanto estupor lo único que se me ocurrió hacer fue mirar hacia los balcones y ventanas del decadente edificio, en búsqueda de posibles testigos pero a pesar del estruendo que ocasionó el cuerpo al caer no provocó la curiosidad o el desvelo de ningún vecino. Sentí como la adrenalina se me regó por el cuerpo y un volátil impulso me llevó sin detenimiento a apropiarme de la intimidad de las misivas que aún apretaba con fuerza en la mano. Me mataba la curiosidad de ser el primero en conocer los últimos escritos de alguien que opta por cuenta propia concluir el último capítulo de su vida. Agarré tembloroso los tres sobres, los doblé y los metí como pude en los bolsillos de mi pantalón.
La Policía irrumpió en el apartamento de la francesa justo cuando Gardel interpretaba Sus ojos se cerraron y sin contemplación alguna silenciaron al Morocho del Abasto y comenzaron la labor investigativa. Ante la falta de alguna nota unos cuantos frascos de valium vacíos dispersos por la pieza sirvieron de evidencia para que manejaran el caso como si se tratara de un suicidio.
Esa madrugada tomé una inesperada decisión: me dedicaría a coleccionar cartas de suicidio. Aunque apenas contaba con tres, algo dentro de mí me decía que el destino me llevaría a adquirir algunas más con el paso del tiempo, especialmente con el abultado historial de suicidios que descubrí en los archivos de la caseta de seguridad. Contrario a mis creencias me dio la impresión de que algún misterio se cernía ante la mole de acero y concreto que construida a principios de la década de los sesenta entorpeció a los vecinos del alto Olimpo de disfrutar las delicias de la brisa marina y de su espectacular vista al Atlántico. Llegué a pensar que el mal de ojo o la hechicería afrocubana que secretamente practicaban muchos de los residentes adinerados del área o tal vez alguna profecía taína dirigida a quien profanara el cementerio del poblado indígena de la isleta de Cangrejos, que los residentes más viejos aseguran que fue hallado por los ingenieros durante las excavaciones para su construcción, pesaba sobre lo que se había convertido en mi lugar de trabajo.
Muchos de los residentes del multipisos crearon una inusual empatía conmigo quizás al enterarse de que tenían un doctor en filosofía de una reconocida universidad del extranjero por guardia de seguridad. Era evidente la lástima que manifestaban por mí al conocer de que yo fui un desplazado por los efectos de la Ley 7 que dejó a miles de trabajadores gubernamentales en la calle de la noche a la mañana, y que no tuve más remedio que aceptar el primer trabajo que encontré para continuar con mi vida prestada a la sociedad de consumo. Esta excepcional situación me llevó a un trato más cercano con ellos y ha ser un cómplice secreto de las inseguridades más personales que les agobiaban en sus vidas solitarias.
Eran tiempos de crisis, de depresión económica. La inseguridad personal y precariedad económica permeaba todos los estratos sociales. Apareció una nueva clase social en Miramar que se mezclaba entre los altos ejecutivos, distinguidos residentes y los afortunados asalariados que aún conservaban su empleo. Los deambulantes comenzaron a pasearse como zombis en busca de limosna para alimentarse o para satisfacer sus vicios. La mendicidad se apropió de la zona y una de las responsabilidades de mi trabajo era alejarla del lugar, por lo menos los predios que comprendían el pasillo comercial del condominio que albergaba una variedad de comercios, que comprendía desde bancos, restaurantes, además de un supermercado y una librería, entre otros.
La noche siguiente al suicidio de la francesa mientras me encontraba absorto frente al escaparate de la librería sentí el golpe de un bastón por la pantorrilla derecha que me obligó a dirigir la mirada a un anciano que pareció haber salido de un filme de los años treinta. Vestido con un traje de rayas se quitó el sombrero para dirigirse a mí:
- Disculpe oficial. Buenas noches. Yo soy Teocracio de la Cruz, escritor y periodista. ¿Ayer falleció aquí una señora francesa?
- Sí señor, pero no puedo dar detalles del incidente a particulares ni a la prensa. Tiene que ir a la Policía.
- Bendito, era mi amada Carol Dumarais. - pronunció con una mezcla de voz melosa y caballerosa.
La postura arqueada apoyada en el bastón, el cabello engominado, y los ojos lagañosos me conmovieron de tal forma que me hicieron recordar que uno de los sobres que robé a la difunta llevaba el nombre de Teocracio y le dije:
- En unos minutos estoy próximo a comenzar mi turno, pero que tal si nos vemos en la mañana y le cuento lo que pude observar.
- Pase mañana por la calle Unión 816, esquina Fernández Juncos que le estaré esperando.
Se despidió con tal amabilidad que me despertó los deseos de seguir la conversación.
-Vaya con cuidado. Usted es muy arriesgado en salir solo a esta hora de la noche.
-No se preocupe yo ya he vivido bastante y mi ceguera me impide ver el peligro.
Siguió lentamente hasta perderse en la esquina de la calle Cuevillas.
Al día siguiente y acompañado con la carta dirigida a Teocracio llegué fácilmente a la casa del viejo decidido a deshacerme de ella y entregársela a su dueño. La imponente casa era toda blanca y la fachada mostraba el esplendor de las casonas de la época dorada de principios del siglo pasado. Resaltaba entre las demás viviendas de esa manzana pues era la única que no había sido reemplazada por edificios multipisos. Al cruzar el ruidoso portón de rejas y entrar en el patio una sorpresiva ventisca revoloteó la hojarasca caída de las acacias y éstas me envolvieron en un raquítico pero helado torbellino que me hizo dudar si continuar un paso adelante o salir huyendo. Por suerte, tras una puerta de vitrales, apareció el anfitrión que gracias a su apacible presencia me hizo cambiar de opinión.
-Pasa adelante. A pesar de mi ceguera ya veo que me traes buenas noticias. Desde que murió ella esos remolinillos de viento me acarician al entrar y salir de esta casa.
No esperé mucho para cumplir con mi propósito y le dije:
-Ayer una señora cubana que conocía a la francesa prendió una vela blanca en donde encontré su cuerpo dizque para guiar su espíritu. Según ella su espíritu todavía divaga en esta dimensión por lo que no es capaz de encontrar el camino al mundo espiritual. Me dijo que había que orar e hincar mucha rodilla para que al fin ella encuentre su lugar en la eternidad.
-¿Así que fuiste tú el primero en toparse con su cuerpo? Yo no creo en esas bobadas. Cuando uno muere se acaba todo. Yo soy ateo y no creo en el cielo ni en el infierno. Ya ella desapareció y su recuerdo durará hasta que yo también muera. – sentenció Teocracio con firmeza.
Le contesté de inmediato:
-Yo soy agnóstico y tampoco soy muy creyente aunque tengo que admitir que respeto esas cosas.
Cruzamos a través del patio interior pasando por varias dependencias de la casa. Allí se respiraba un ambiente sosegado. El techo era alto y las puertas de dos hojas con ventanas de celosía bordeaban la fachada de la estructura que estaba rodeada de balcones y propiciaban un clima que envidiarían los apartamentos y las casas actuales. Me dirigió a un salón donde la presencia de la francesa era constante en cuadros y fotos. Allí me invitó a sentar en una polvorienta butaca mientras él depósito sus noventa y tantos años en una mecedora que aparentaba doblarle la edad. Terminó el té que parecía haber estado bebiendo al yo llegar, se disculpó por no ofrecerme nada de tomar y acomodó la taza encima de un sobre. De inmediato comenzó, como desbocado, a hablar sin medida lo que al parecer llevaba tragando en la soledad de su destierro marital.
-Aquí vive el recuerdo de Carol. Lo dejó casi todo aquí cuando decidió marcharse luego de toda una vida juntos. Según ella nos habíamos convertido en hermanos. Pero para mí fue culpa de la crisis de la menopausia. Su bipolaridad se le exacerbó de tal manera que no tuvo control cuando decidió dejar los medicamentos. El erotismo se apoderó de ella. Se tornó insaciable. Pero a mi edad ya ni las Viagra, ni las Cialis, ni siquiera las mamajuanas me devolvían la potencia de aquellos años de juventud. ¡Uno vive de recuerdos!
- ¿Pero usted todavía la ama?
- Por eso le di la libertad. No era justo que viviera una vida que no merecía. Lo mejor es que ambos fuimos sinceros. Y como éramos espíritus libres de convencionalismos sociales, no llegamos a cometer el error de casarnos. Dividimos todo como hermanos, como ella decía, y se fue a vivir su vida contemplando desde lo alto la vista al océano Atlántico que tanto la cautivaba. No volvimos a mantener ningún tipo de contacto. Ella se fue decidida a dar rienda suelta a su pasión y yo terminé aceptando que la mía había terminado. Ella había sido todo para mí. ¡Si supieras cómo nos conocimos!
- Bueno yo vine a contarle algo a usted y usted no me ha dado oportunidad – le interrumpí, algo tajante, pero haciendo un esfuerzo por ser cortés.
- Ya hablaremos de eso luego. Lo importante son los recuerdos. Y mientras más uno repite las historias éstas cobran cada vez más vida.
-Pero, ¿y todas esas fotos de Carol con Gardel? No veo que usted aparezca en ninguna - le dije, ya resignado a escuchar su historia.
-Precisamente fue Gardel quien me acercó a ella. Carol idolatraba a Gardel. Era su fanática número uno. Para los tiempos en que yo trabajaba para el periódico El Mundo me asignaron entrevistar a Gardel a su llegada a Puerto Rico abordo del vapor Coamo. Fue precisamente en el barco que sus desorbitados ojos me cautivaron. Ella se había embarcado a escondidas de su familia e inició con Gardel el periplo de las presentaciones que éste había planificado desde Nueva York por varios países de Latinoamérica. Aunque ella ya había escuchado a Gardel en París fue cuando estudiaba en Barcelona que al verlo en el Teatro Goya quedó cautivada a tal punto que se le apareció desnuda en su camerino. A partir de ese momento y con la ayuda de Le Pera lo acompañó hasta que Gardel la dejó abandonada en el Hotel Condado luego de su visita a Puerto Rico en 1935. Recuerdo el día que se apareció por las oficinas del periódico y me confesó el romance que vivió con el cantante y de que éste la abandonó tan pronto se enteró que nosotros mantuvimos una relación. Aprovechamos cada oportunidad de su apretada agenda de presentaciones que tuvo en Puerto Rico. Mientras él recibía reconocimientos y deleitaba al público puertorriqueño con su gloriosa voz, yo lo acompañaba para reseñar en el diario cada uno de sus eventos por toda la isla. Con la astucia de Carol siempre encontramos un rinconcito donde dar rienda suelta a la lujuria. Fueron los veinte días de ese abril de los cuales jamás me arrepiento. Nuestra historia de amor comenzó así de tempestuosa. Sin embargo, al enterarse de su muerte fue ella quien me abandonó y partió hacia Medellín para visitar el lugar donde falleció. Permaneció una larga temporada en Buenos Aires tras asistir a su entierro en el cementerio La Chacarita y cuando creí que ya la había perdido Carol regresó a la isla enamorada más del clima tropical y la belleza del mar que de mí, pero aún así iniciamos nuestra particular vida juntos.
- Don Teocracio me ha dejado sorprendido con su historia pero ahora es mi turno.
Me atreví a interrumpirlo porque esta vez noté que el anciano se descompuso emocionalmente. Saqué del sobre la carta dirigida a Teocracio que para mi sorpresa estaba en blanco. Caí en un trance. Misteriosamente una fuerza extraña movió mis labios diciendo: “Gracias por dejarme volar, me has hecho la mujer más feliz del mundo”. Perplejo todavía por lo sucedido logré apreciar el rostro de Teocracio reflejar la paz que quizá no había tenido en tantos años. Se le dibujó en su boca desdentada una sonrisa sutil, exhaló por última vez y cerró sus ojos. Lo contemplé con respeto por unos minutos hasta que me fijé en el sobre que aprisionaba la taza y lo agarré tan rápido que la taza terminó hecha añicos al caer sobre el terrazo. Desaparecí de la escena, rogándole al Dios en que no creía, que ningún vecino me hubiese visto, ni a la entrada y mucho menos a la salida. Abrí aquel sobre y era casi un tratado de la vida y sufrimientos de don Teocracio. El pobre anciano agotó sus últimas horas combinando unas raras yerbas procedentes de la selva amazónica que preparadas en una infusión causaban la muerte con lentitud y sin dolor. Ese día sin esperarlo contaba ya con otra carta suicida para mi colección.

***

El cansancio y el sueño me invadieron tarde en la madrugada y dejé sin concluir la incipiente historia que marcaba mi inicio como narrador. Estaba ilusionado de concluir mi cuento la siguiente noche. El día siguiente me esperaba un día repleto de pacientes y necesitaba el descanso.
Las ansias de concluir el relato me obligaron a despreciar la cita habitual con los colegas a la salida del trabajo que servía como terapia relajante y en la que rememorábamos la vida de estudiante entre tapas y copas de un fino Ribera del Duero. Llegué más temprano de lo que Raquel siempre me esperaba. Así que no me esperaba. De hecho jamás esperaría que llegara tan temprano. Por lo cual quise sorprenderla pero el sorprendido fui yo al encontrar todas las luces de la casa apagadas y la puerta de nuestro dormitorio como nunca, cerrado con llave. Ya era de noche y entre las rendijas de la puerta se asomaba un palpitante destello de luz envuelto en un silencio dormido que me hizo presagiar que había llegado a la hora menos indicada. Ante el frenesí por conocer que sucedía derrumbé la puerta. La cama acaparó mi atención. Allí estaba ella sumida en un sopor profundo mientras, mi unigénito relato yacía a su lado como cómplice y testigo usurpando mi espacio en la cama alumbrándole parte de su hermoso e inerte rostro. Un impulso me obligó apresuradamente ha concluir el inacabado cuento sin tiempo ni reparos para una simple corrección. Ella vestía su traje Armani que aún sirviendo de mortaja lucía impecable. Ya se encontraba tiesa tal y cómo había sido nuestra alcoba en los últimos años. Recordé nuestra última conversación telefónica de sólo unas horas antes, desde mi consultorio.
- ¿Por qué me haces esto? – me inquirió.
- ¿A qué te refieres?, Raquel.
- ¿Todavía me amas?
- Siempre te he dicho que nuestro amor lo vivimos día a día. Por eso es que llevamos tanto tiempo juntos.
- O sea, ¿que aún no tengo certeza de que será para siempre? – replicó.
Fue el último requerimiento que alcancé escuchar antes de que se cortara la llamada. Sin embargo era su constante reproche ante mi eterna respuesta. Así que el trajín de los pacientes me hizo olvidar llamarla otra vez para saber si se había tomado sus medicamentos.
Al verla ahí, en la cama, ya desconectada de sus sufrimientos, de sus desgracias imaginarias, fue en ese instante cuando recordé, como si hubiese sido hoy, el pacto que hicimos la noche de San Juan en que nos conocimos. Aquel fatídico juramento se me metió entre ceja y ceja como un estribillo publicitario: “A partir de ahora ninguno de los dos despedirá al otro”. No podía aceptar que luego de tantos años cuando por fin intento dar rienda suelta a mi pasión por la escritura perdiera a mi otra pasión. Me dirigí al botiquín y me atiborré de los medicamentos que no alcanzó Raquel a tragar. Eché mi ordenador al suelo y me acomodé a su lado a esperar un mañana en donde no haya de quien despedirse.

21 de febrero de 2011

Texto agregado el 05-03-2011, y leído por 97 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
06-03-2011 increíble tus escritos son muy sugerentes despiertan felicitaciones astartita
 
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