Hace cuánto que no escribes, que no saltas, que no brillan tus ojos en la mañana. Hace cuánto que no se te gastan los labios con esos besos de muerte. Hace cuánto no respiras como si fuera un pasaporte a la vida, hace cuánto no te das un baño de tina. Hace cuánto no escribes, hace cuánto no pintas. Tres años. Más, menos, pero tres años. Qué suerte la mía de estar vacía. De estar al lado suyo pero vacía. Al menos no lo sabía, al menos creía. Las letras se hicieron tiza, trizas, tira. Gracias, mentira.
Hace cuánto no me hundo entre sábanas risueñas, hace cuánto no descubro nuevas formas de estar en celo. Perra como ninguna, perra por su dueño. Nadie se burla de mis ojos café, nadie como tú se mofa de mi cintura de huevo. Cabeza de rotura, armazón bulímico, trance infernal en un terreno baldío. Hace cuánto no despierto de un color distinto, o me rompo las muñecas escribiendo cartas rosas. Hace cuanto no me busca la vida, hace cuánto me viene encontrando la muerte.
Era mi alma una carta. Era inflamable, tenía pliegues y venía de un muerto. Se llamaba árbol y tuvo una vida sedienta. Ahora no sabe cómo derrama lágrimas que lloran sus penas, que cosechan más lágrimas. Se suicidan en los surcos de mi cara, porque mi nariz no las tolera. La bella distancia. La maldad, la mentira que cala hondo y muerde con rabia los buenos recuerdos.
No sé hace cuánto, pero sé que he mordido pólvora por años. He tomado píldoras y siguen penando las almas en otros cuartos. A veces toco mis cejas y las siento tan curvas, con joroba, avergonzadas. No tienen la parafernalia de un acto recto, de un sexo perfecto. Se encorvan y miran con odio mi cuello terco. Hace cuánto no me libero de las trancas y miedos. Hace cuánto dejé de comprender lo que me hiciste, perro.
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