Crónica de un amor (II)
Era el último piso de una construcción aún en obra negra que nos albergaba después de clases, y los ladrillos parcos se convertían en cómplices de los sollozos y ansias contenidas ahora sí con la conciencia de un destino (siempre postergado en aras de un futuro promisorio) aunque yo siempre iba por más y aquello se convertía en una hermosa batalla de pequeñas sesiones.
Sus labios tenían un sabor peculiar y su piel todavía no maduraba, pero no tenía el sabor a caramelo y miel de los resabios primeros.
En aras de engañar a la soledad, las buscaba sólo por jugar con la Señora Lujuria, la misteriosa mujer que encadenaba a sus víctimas hasta hacerlas perecer en marañas invisibles que se meten en la conciencia.
Ella, mi cómplice del último piso, fue nada más una compañera mientras llegaba la otra, la de a deveras... que nunca llegaría.
No sabía yo que pronto ese juego me devolvería una a una todas las piezas que sutilmente coloqué en un rompecabezas imaginario, para jugar con la mujer en turno.
Se presentó un tiempo de aparente calma y soledad. Me exaltó el deseo de conocer a la mujer imposible de mis sueños. Mas la soledad confundió mis ojos para siempre y corrompió mi perspectiva distorsionada. Me presentó quimeras y promesas falsas que destrozaron el único resquicio de decencia que me quedaba, y se llevó los últimos granos de pureza que guardaba para una imagen quimérica que no estaba dispuesta a develarse en esta realidad.
En mi soledad encontré la compañía de una mujer buena y noble, pero mi adicción a la aventura me hizo abandonar el puerto seguro para navegar en las aguas turbias de una aventura imposible.
Cuando todo suponía un transitar sin menor adversidad y encontraba creciendo mi intelecto, se presentó la Medusa que hechizó mis sueños y -creyendo que era el fin de una búsqueda- me embarqué en la más tormentosa lucha que marcaría mi vida para siempre.
Sus promesas eróticas revoltosas me hicieron apostar mi resto y cambiar la calma por la incertidumbre: “en el pecado llevé la penitencia” y naufragué en el mar de la cordura hasta extraviarme al extremo de querer abandonar la vida.
La experiencia me marcó a sangre y fuego. La vida se develó cruda y dolorosa.
La fantasía se fugó de la mano de la inocencia y me dejaron desamparado y solo en un mundo agreste cuyos colmillos afilados se encontraban cerca de mi piel para -en un nimio descuido- herirme hondamente.
Las lágrimas lavaron un poco el desengaño. El mal se curó con el estupendo elíxir del tiempo, cambié mis sueños por realidades y mis búsquedas en adelante fueron juegos de cazador herido, con el estigma de una cicatriz, que tuvieron que pagar las futuras ensoñaciones inocentes.
Todas pagaron un poco la culpa de la vampiresa. También pagué el precio de no saber dejar atrás la historia nefasta y reescribir una leyenda en cada persona y desquitar mis desengaños con las posibilidades infinitas de futuros promisorios.
Ahora, cada día y en cada historia, busco la respuesta o la mujer-promesa, pero la venda se me ha insertado a la piel y a diario lucho por deshacerme de un trozo, que se resiste y que yo, escapando al dolor, dejo que se anquilose y me impida vislumbrar la maravilla de seres humanos que aún guardo la esperanza de que existan.
El trayecto, los rostros, cuerpos y pieles que he explorado, al parecer sólo sirven para acrecentar la distancia que existe entre la promesa final y mi yo transformado en la costra enorme de un ahuehuete milenario, que no se sabe si vive o muere... ni tampoco hay certeza de que aún tenga corazón.
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