Cuando escucho que un energúmeno pateó con vileza a una pobre lechuza, provocándole la muerte, la rabia me inunda y me sofoca, cual si estuviese en las mazmorras de un castillo medieval. A la vez, cuando surgen voces que repudian este acto de malevaje, siento una extraña mezcla de alegría y emoción, amalgamadas ambas por la perplejidad, transformándose esto en una visceral albóndiga que no termino de digerir.
Años atrás, un acto de esta naturaleza no habría merecido ni siquiera una minúscula mención, ni en la prensa, ni en alguna radioemisora, ni muchos menos en la televisión. Varios, habrían comentado desenfadadamente que sólo se trataba de un simple animal, que lo que importa es la vida humana, con todas sus implicancias y en toda circunstancia. Pero, estos atisbos de naturaleza conmiserativa, son cauces que conducen a un sentimiento superior, que sea donde sea que se origine el detonante, la dirección está claramente establecida y se radica en la grandeza infinita de nuestro espíritu, que ojalá termine por contagiarnos a todos y a cada uno de nosotros.
Cabe sí el riesgo, y la consiguiente sospecha, de que todo acto de este tipo, cada denuncia rimbombante, acabe por despistarnos por completo, perdiendo de vista la perspectiva amplia y el humanismo que tambalea, pero que se sustenta precario sobre las ancas de nuestras sociedades. Es de esperar que la matanza indiscriminada de delfines, las salvajadas contra caballos de raza y la muerte de aves por culpa de las aspas eólicas, no le quiten protagonismo a las denuncias sobre abusos deshonestos contra menores, a las tareas abusivas y a todas las leyes discriminatorias contra la raza humana. Que la cruel muerte de un guacamayo no acabe por desplazar la crudeza de las asociaciones ilícitas, la corrupción y la mentira institucionalizada.
Desde siempre, se le ha negado todo atisbo de trascendencia al devenir de nuestros hermanitos menores, se niega rotundamente que ellos posean un alma que los eternice en una inmensidad celestial. Permítanme dudar de aquellas teorías. Ni siquiera el alma del hombre ha sido probada (si bien, supuestamente cuantificada). Por lo mismo, y dejando a un lado todo tipo de consideraciones, me despojo de un virtual sombrero, lo coloco sobre mi pecho y pido, contagiado por esta humanización ecuménica hacia todos los animales, pido, repito, que la humilde lechucita, tan abominablemente vilipendiada, descanse por los siglos de los siglos en la vastedad de ese cielo, que ahora también alcanza para ellos…
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