Tuerca y llaves
Qué noche. Por mucho tiempo, la mas añorada. Siempre con sus sonrisa inocente. Espontánea y relajada. Tenía un diente de arriba un poco desalineado que le daba tanto encanto a su sonrisa tierna. Que coqueta se me hacía, y qué juguetona. Su cuerpo macizo, sus pechos pequeños que con las blusas sueltas podía pasar por niño. De ida a la boda íbamos en la caja de la camioneta de pié solos ella y yo, recargados en la capota. El aire nos aplanaba el cabello para atrás y nos hacía ruido en las orejas. Aprovechamos para darnos besos sin que el resto nos mirara; el otro carro iba adelante y los demás en la cabina. No podía dejar de mirarle su carita bella.
Bailamos toda la noche y nunca nos despegamos uno de otro. No nos soltamos de las manos en todo el rato. Ya no me acuerdo de todo lo que bailábamos en esos años, pero entre la música habían cumbias que nos alegraban tanto en ocasiones de esas. Esa noche nunca me cansé de buscar pretextos para darle un beso; ella me mordía la boca y se reía inocente y despreocupada. Sé que me quería.
Me dijo que su papá le había preguntado que porqué conmigo. “Con ese de las patillas de ruletero”; mientras me señalaba al viejo flaco y alto sentado tomando un whiskey en la misma boda. Nosotros estábamos del otro lado de la bola que bailaba, buscábamos no estar al alcance de su vista, pero sin decirlo. Se rió cuando lo dijo; y me dio un beso frío, en la cara. Estábamos frente a frente con ambas manos tomadas, los dedos entrelazados y apretados, a la mitad de la parada. Hacía frío y la boda fue en el patio; tenía la nariz helada y un chal en los hombros anchos que constantemente se tenía que acomodar. Por un momento pareció apenarse cuando me dijo lo del papá, pero así de pronto se le pasó. Yo me sentí halagado, porque el papá con su comentario, parecía mas bien que me aceptaba.
No me acuerdo cómo la conocí ni cuando empezamos a entendernos y a separarnos del grupo para estar solos. No lo pensábamos ni nos poníamos de acuerdo, nomás nos sucedía. Nunca teníamos prisa ni pendientes. Su mamá sabía de mi, pero nunca fue pretexto para llegar al a tal hora. Cada vez que llegaba al pueblo, mis amigos ya sabían a qué venía y me ayudaban a buscarla. Las amigas de ella parecía que también le avisaban, pues al rato de haber llegado, lo normal era que nos encontráramos; entonces nos poníamos de acuerdo para vernos mas tarde peinaditos y perfumados. Yo con Brut.
Estaba yo muy joven y no sabía cómo hacer para mantenerme cerquita de ella. Para poder verla tenía que viajar algunas horas. De estudiantes no teníamos dinero para viajar cada semana al pueblo. Ni siquiera cada mes. Yo tenía tal vez veinte años y muchos dudas; hoy sé que en ese entonces era muy ingenuo. No sabía tantas cosas. Mi futuro era incierto. Ella terminaría pronto de estudiar computación y pensaba irse a la capital a trabajar. No hice ningún intento para ir tras de ella a esa ciudad, sólo pensaba en concluir la escuela.
Por varios años, no sé cuántos, así convivimos cada vez que yo iba al pueblo, solamente una vez nos vimos en Monterrey. Me sentía tan aceptado como era yo; con todas mis torpezas; nunca hubo condiciones. Ni un solo reproche. Nunca le prometí nada y nunca pidió que le aclarara ni le prometiera nada. Nunca me puso condiciones, ni yo tampoco a ella. Hoy, después de tantos años tengo nomás los recuerdos de esa relación fugaz. No sé si fue un amor o una amistad, o algo que nomás pasó y no tenía que trascender.
Aprendí que en el pueblo las bodas eran abiertas, o al menos esa lo fue. Todo el que quería entraba. Había personas bien vestidas y también las mas modestas. Grupos de hombres, de mujeres y parejas. Unos se sentaban y saludaban a los papás del novio. Otros se quedaban parados a ver el baile y no dejaban de tomar alcoholes conversando; señalando a alguien de cuando en vez. Cerveza, brandy con cocacola y otras cosas. Unos con traje, otros en camisa, con sombrero de paja, botas vaqueras o como fuera.
Después de la boda nos fuimos del otro lado del palacio, al lugar que le decían el Ladies Bar. Sus amigas, primas y primos nos sentamos todos en la mesa grande. Sus tíos en alguna otra. Las mesas eran pesadas con patas de madera con las cubiertas de material sintético, de mala calidad y ninguna igual a otra, en las orillas con perfiles maltratados de aluminio dorado con clavos salidos que te podían lastimar y rasgar la ropa. Las sillas de madera tenían el respaldo alto con la leyenda “Superior”. Los primos de la capital convidaron todo. Pagaron el alcohol y la música toda la noche; y al final, hasta el menudo. “Tu nomás pide, primo” me decían. Esa vez viajé con treinta y siete pesos. De estudiantes todo era así. Gracias a Dios que en la boda alcanzamos a cenar pollo con pan y ampolletas.
Ya en el Ladies Bar estuvo un conjunto norteño todo el rato para toda nuestra bola; dos guitarras, acordeón y bajosexto. Tocaron de todo. Desde El Moro de Cumpas hasta El Corrido de Monterrey. También el Pávido Návido, que decía: “… yo no sé por qué es tan tímido… ”. Cuánto cantamos. Cuánto nos reímos. Cuántos besos le di en la boca, en los ojos y en la cara.
Después de que los músicos se fueron, nos quedamos ahí sentados, hasta que llegó la hora de irnos. Empezaron a subir las sillas a las mesas una a una mientras barrían y trapeaban manchas de cerveza. Los primos en un dos por tres desaparecieron. Yo estaba en el mejor nivel de alcohol, feliz, sin sueño y muy contento. Muy feliz de estar con ella. El tiempo pasó tan rápido; yo no quería que se fuera.
Hasta que dijo “Llévame a la casa”. Salimos a caminar sin rumbo claro par mi, pues no me sabía bien la ruta desde ahí a su casa. De la esquina cruzamos la calle principal hacia el sur y luego caminamos por ella. Al subir a la segunda acera por la calle de pura tierra, estaba en el suelo tirada la tuerca entre unas piedras. Después de caminar unos dos o tres pasos, regresé, y ella preguntó “¿Qué haces?”. Recogí la tuerca y le dije que sería para mi ella cuando ya se fuera. Pronto se iría a la capital y temía no volver a verla. No quería que se fuera. Nunca hablamos de cuándo volver a vernos, ni dónde. No dijimos nada de eso. La tuerca duró en mi bolsa con las llaves mas de diez años; y seguro que si la busco la encuentro entre mis libros y recuerdos. Sé que está dentro de un libro, aunque hoy no se cuál. Sus cartas todas las quemé hace algunos años. Cuánto la quise. Cuántos la extrañé. Cuánto quise volver a estar con ella.
El día que empezaba era domingo. Camino a su casa nos detuvimos en la plaza frente a la iglesia, aclaraba el día, y seguíamos juntos. No queríamos que amaneciera. Pero tuvimos que interrumpir la noche cuando ya era de día y nos saludaban las señoras que empezaron a llegar a misa.
¿A dónde se llevó todo eso el tiempo? ¿Quiénes viven hoy esos momentos? ¿Estará la cantina aún ahí o tendrá la calle ahora pavimento?
Gerayala
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