Aspiró profundamente, y el vapor emanado del frasco de alcohol penetró hasta el fondo de sus fosas nasales, irritándolas y volviéndole en si. La enfermera retiró el frasco después. Aturdido, abrió los ojos y entonces, comprendió que nada de lo que pasó por su cabeza en esos escasísimos minutos había sido un sueño. Para su infortunio todo había sido realidad. Cada mililitro de sangre, cada vaso desgarrado, cada temblor en sus manos. Sacudió la cabeza y recompuso sus gestos dejándose caer con suavidad en el banco de metal que la circulante, con presteza, había acercado. Sabía que estaba pálido, sabía también que todas las miradas convergían en él. Pidió que le limpiaran los anteojos. Sudaba copiosamente. Gorro y cubreboca cubiertos con la sangre y la profusa transpiración. Los brazos y el resto de su humanidad acalorados por la bata quirúrgica, las manos enguantadas llevadas hacia su pecho. Silencio eterno. El ruido constante y monótono de la maquina de anestesia había cesado, una vez cumplidos los minutos convencionales para declararlo muerto. Había que comenzar a memorizar algún discurso que tendría que repetirse a si mismo y a la familia del enfermo, hasta convencerse de que había hecho lo humanamente posible, y hasta convencerlos de que en estos casos la angustiosa petición a Dios Padre había sido en vano; había que repasar en voz alta el discurso, para que anestesiólogo, enfermeras y ayudantes se dieran a la tarea de propalar su verdad como reguero de pólvora, y anotar personalmente y con todo cuidado, cada detalle en el expediente clínico. Hasta lograr que nadie tuviera la mínima duda de su pericia y de sus habilidades quirúrgicas y hasta que forzosamente, esta verdad fuera imponiéndose como dolorosamente cierta.

Olvidaba un pequeño detalle, aquel cadáver había sido su padre.