Habían pasado muchas temporadas de vientos y cometas, cuando recordé con pureza el día que conocí a Noemí. Recién había inaugurado mi barba y me estremecía cuando el agua de colonia cerraba los poros de mi piel oscura. Mi pasión era construir pandorgas. Iniciaba con la selección del bambú: limpio, seco y con suficiente espacio entre nudo y nudo. El viejo Meraz, lo tenía, lo vi. Hace meses lo cortó, después lo manchó de luna llena y sereno por tres noches. Una vieja receta para darle alma, me dijo la abuela cuando le pregunté. Un día me hice el aparecido. El viejo sonrió. Yo pajareaba con la mirada para adivinar donde había puesto ese largo tarro. Se dio cuenta. Irónico me preguntó, ¿qué buscas? sin contenerme, respondí -¿ dónde escondió el tarro? Qué, vas a hacer tu casa, te quieres casar… -Véndame un pedazo. –Ya lo vendí. Ayer se lo llevaron. Me iba con las espaldas aplastadas cuando me gritó. Volví a verlo y sacó de su casucha un hato de carrizo: Dorado como una cal color de luna y recto como lapiz.
Noemí llegó de la ciudad. Algunas veces cruzamos imagen y miradas. Pelo negro corto, orejas pegadas a la cabeza y aretes que bamboleaban al ritmo de una canción de moda. Me ponía nervioso y solo sonreía como un retrasado. Ella intentaba subir al cielo una pandorga, pero era tan obesa que la pobre daba de brincos, como esos canguros que salen en las caricaturas. Me acerqué y me interpuse en su correr. No puede volar. Si deseas, podemos construir una que platique con el cielo…
! La cometa zumbaba, hacía piruetas y asombraba a los pájaros. Todos los días construí, una diferente en forma y color y ella sumaba sus manos a las mías. Un día, mientras arqueaba el tarro para darle forma a un estrella, nuestras caras quedaron a un suspiro y mi timidez enmudeció mis manos, pero no mi boca y cerrando los ojos nos dimos un beso. Para mí fue el primero. Se fue. Una semana después deje de verla. Aún pudimos estrecharnos. Caer de mil maneras en la poza de agua transparente, escondernos entre los árboles y hacernos mil veces los encontradizos como si fuese la primera vez que nos veíamos. Simplemente se fue sin que yo supiese que se iba ir, tal vez ni ella lo supo.
Cada vez que el viento rozaba mi pelo, pensaba en ella. Conseguí su dirección postal y le escribí. Los mensajes fluyeron por varios años, sin embargo el tiempo se hace viejo y los recados se fueron quedando sin voz. Hoy se mece el viento como en aquel año y hace cabriolas sin llegar a remolinos. He construido una cometa grande y resistente. El papel refulge como si llevara dentro una linterna y al contacto con el aire, se sacude nerviosa como preparándose para la aventura. !Qué hermosa! !Cómo se eleva! Lleva casi dos carretes de hilo y quiere más. ! Óyela zumbar! Cómo diciéndome ¡¿qué tal me veo?! ¿ me envías un correo?
Puse la huella de mis labios en el mensaje y éste se fue raudo por el hilo. El viento se hacía fuerte dispersando los recuerdos. Mis manos vibraban y ella parecía decirme de ese modo lo feliz que era. El hilo halaba e intuí que deseaba ver de cerca el cielo. Dejé que el carrete se vaciara. El mensaje se perdía, era un punto que ya no volvería a ver. Sentí que el cordel podría romperse y empecé a jalar el hilo. La cometa parecía inconforme; yo seguía enredando más el cable y ella daba vueltas sobre sí: ¡rabiosa!, ¡enojada! De pronto, caía en picada. Después subía, daba de vueltas. Para evitarlo solté la hebra. Y, el viento la llevó entre las nubes. Había esa vez una luna con palidez de sol. Mis manos sin hilo, veían cada vez menos a la pandorga. Corrí, corrí, por los caminos que anduvimos, me escondí en los mismos árboles y nadé ensuciándome del recuerdo de ella. Total… sería la última vez.
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