El Silencio, preludio y epílogo de la filosofía
La palabra no expresada, la inconsciencia de aquel mundo ensordecedor que nos rodea, la reflexión en el más etéreo e imperceptible escenario, silencio, silencio que marca el puente entre el universo fenoménico y el metafísico, y como tal se nos presenta como el punto de partida y llegada de la filosofía, como una órbita de pureza ideológica que le da la más suprema finura a todo pensamiento imaginable por el ser humano.
No es algo nuevo que cualquier clase de reflexión que pretenda ir más allá de los límites de la certidumbre ostensible tenga su inicio y final en el silencio, cuando Ludwig Wittgenstein escribe su Tractatus lógico-philosophicus en 1921 es muy claro al señalar que no le es posible hablar acerca algún cuestionamiento filosófico, en vista de que el lenguaje se consolida como un instrumento egoísta que le sirve con fidelidad sólo a la razón científica. De tal manera que de lo que no se puede hablar, hay que callar.
Bajo esta línea, el conocimiento trascendental y el conocimiento empírico pertenecen a dos existencias ajenas, dos universos enemistados por el obrar de una naturaleza que los divide pero que a la vez los hace coexistir en la inexplicable y abstrusa condición humana. Tales facetas, que juntas conforman armónicamente la esencia y objeto del hombre tienen claramente definida su línea divisoria, el silencio.
Esta demarcación sucede así, porque la idea en sí se ve contaminada y corrompida en cuanto hace su inmersión al mundo fenoménico, la idea sólo mantiene su pureza en el silencio, que como tal es preludio y epílogo de la revelación, que consolida el análisis y la reflexión, que permite la vinculación entre el yo y el mundo incomprensible, el silencio es el lenguaje de la verdad, la manera como se pronuncia el nombre de aquel ente formador del universo, de aquél lugar del que procedemos, de aquél lugar al que vamos. El silencio, como ya marcaba la escuela pitagórica es La primera piedra del templo de la sabiduría.
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