Cuando Conrad Weiser llegó a la tierra donde sería rico y famoso era apenas un mozalbete. Había nacido en Alemania y en una región que le imprime al nato, la facilidad para descifrar las herramientas con las que se construye cualquier idioma. En relativamente poco tiempo llegó a poseer gran cantidad de terreno, fundó varios pueblos, fue cultidor y exportador de pieles, guardabosque, tratadista, políglota y miembro de la casa de gobierno del país. Siendo los tres últimos renglones, reales artificios que le permitieron proteger sus propiedades.
Efectivamente en aquellos tiempos, tanto los franceses como los ingleses luchaban en contra de los indios nativos que se aferraban a sus tierras y a sus constumbres. Y Conrad ábilmente metido en las lenguas aborígenes logró un acercamiento entre ellos y los invasores, sin embargo, murió diez y seis años antes de que surgiera 'un nuevo y poderoso país a la faz de la tierra'. No sin antes casarse con Anna(también alemana) y procrear trece hijos en una granja que todavía hoy se conserva en las cercanías de Womelsdorf, una villa de su manufactura.
Como esta estancia está en el camino que recorro cada día rumbo al trabajo, pude ir leyendo rótulos a la velocidad de la máquina que nos conduce y fui conformando la imagen histórica que, más o menos, tengo del señor Weiser. Carreteras, calles, avenidas, escuelas y supermercados llevan su nombre. Supe, además, que el conjunto de ranchos que fueron su homestead, fue abatido parcialmente por un huracán hace cien años. Así, que lo que hoy está en pie es una restauración. Que incluye en una especie de parque: su tumba, un lago y una variedad de elementos que forman un cuadro que nos forza a viajar hacia el pasado.
Relaciono lo contado con lo leído en un libro de un famoso autor uruguayo, en el que afirma lo que me pareció un exceso de su imaginación. Dice el escritor que el mundo actualmente anda de una manera, que la realidad, preferimos verla al través de una pantalla. Y viene al caso porque, justamente hace un corto tiempo, específicamente un sábado al mediodía, llegó a mi casa un dilecto grupo de amigos. Y como no les esperaba, usé como táctica dilatoria que permitiera a mi señora aumentar el menú, y dado además, el gusto que sé tienen por alimentarse cada día con algo nuevo, les invité a ver las singulares instalaciones campestres que fueron marco del quehacer del matrimonio Weiser.
Ya que vivo en el pueblo de Reading, otro producto de la creatividad del señor Weiser, y que es un cinturón irregular de casas, atrapado entre las laderas de una colina y un río que en algún lugar de su trayecto dibuja una calavera, nos fue fácil ponernos allá en menos de diez minutos. Estábamos sobre su tumba y frente a su casa, cocina, caballerizas, sus terrazas, sus ropas y ajuares y una extensa muestra de su orden interno. Y era verano y eran cautivantes las sombras que proyectaban unos robustos árboles, cuyas cimas competían con las cumbres de las montañas que dominaban nuestros campos visuales. Soplaba una acariciante brisa que convergía con la quietud, solo interrumpida por los sincronizados pasos de un guía que parecía flotar entre un punto y otro.
El parecía estar muy concentrado en una pareja de recién casados y su séquito que unían al inicio de sus vidas juntos, el back ground que al igual que ellos, brindaba aquella rural y antígua propiedad de tipo europeo. Mientras mis amigos, indiferentes al lugar y a lo atractivo que me resultó la elección de aquellos jóvenes, para insertar su historia en lo histórico, prefirieron volver al áuto con la promesa de luego chequear lo que 'diría' el internet acerca de Conrad Weiser.
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