A la tarde, cuando llegaba de la escuela me sentaba a la mesa a saborear un rico tazón de leche humeante que mi mamá me servía. Esto era algo que a mí me encantaba porque llegaba con mucho hambre y de paso y cañazo, me permitía abrir una puerta a un mundo de fantasía.
Un pequeño chorro de leche derramaba a propósito sobre la mesada y unas cuantas gotitas por aquí y por allá, también desperdigaba. Con mi dedo como pincel, recorría a cada una de esas gotas. Un pintoresco río zigzagueante de leche quedaba veteado. Era así que comenzaban a aparecer, en forma sorpresiva de entre las hendijas de la madera, tres duendes tan diminutos como hormigas. Bien clarito, se les veían sus bonetes bordó y sus ropas tirolesas al tono. Atropellándose salían entre risas a nadar en el charquito y a chapotear en el río. Ellos eran Jacinta, Yoel y Pimpón, nombres que yo había elegido. Se ve que les atraía el aroma lácteo y esa escena que espiaban ansiosos desde sus lugares secretos para salir a mi vista.
Era así como yo sorbía mi leche mirando las divertidas andanzas de estos amiguitos. ¡Cómo corrían y se enlechaban enteros! Verlos era todo un espectáculo. Seguramente la leche los embellecía y por eso se bañaban en esta. Chorreantes se sacudían dando giros y déle que se salpicaban con alegría unos a otros con el líquido desparramado. Yo sabía que: a Yoel le gustaban las migas de pan, a Jacinta una pizca de dulce de ciruela y a Pimpón, la manteca. Entonces ellos, previendo ese momento de panzas llenas, caminaban haciendo equilibrio por el mango de la cucharita y se sentaban sobre el arco de esta, con sus pies de remojo en el riacho. A cada uno, su rico manjar les daba en mano y yo, también aprovechaba de comer unas ricas tostadas calentitas. Entre bocado y bocado, con caras sonrientes disfrutábamos y tomábamos la merienda juntos. No hacían falta palabras, solo miradas para saber de este deleite del compartir.
Cuando terminaba de merendar mi madre se sentaba a mi lado, miraba el enchastre que tenía frente a ella y como si nada, me preguntaba, acariciándome la espalda. -Juancito ¿cómo te fue en la escuela? Entonces los duendes, así como habían llegado, se disipaban por arte de magia entre la mesa. Se ve que sabían que estas conversaciones eran privadas y se hacían “humo”. Yo con un trapo limpiaba los rastros del río, de las migajas y del puente, sabiendo que al día siguiente, a la misma hora, volverían estos especiales amigos que para mi, no eran invisibles pero para mi mamá, sí.
De gran conversación con ella, seguía la tarde.
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