Hubo una vez un planeta llamado Sueño. En Sueño había vida, pero su tiempo había llegado. El giro se sumía en el caos, sus habitantes en la desesperación y en el olvido. Y la Roca sin Nombre se acercaba hacia el impacto. En esa Roca sin Nombre había mar, y los habitantes de Sueño la llamaban Océana. Allí habitaban seres imaginados, ninguno palpable, etéreo, sólo sombras de una mente distorsionada. Eran tanto dioses como mortales, retorcidos, acuosos y oscuros. Ocultos. En Sueño no se hablaba de ellos.
Aún así, la colisión era inminente. El Sueño se disolvió en una nube de magma y rocas, aire materia y agua, los sueños se desvanecían, fusionándose en el infinito del espacio. En la Roca sin Nombre las cosas no eran diferentes, pero la locura fue quemada de la faz, de lo profundo, y jamás se volvería a hablar de ella, hasta que los imaginados regresaran.
Sueño murió, y sus restos impactaban nuevamente, hasta quedar reducido a una ideología muerta, vencida por la realidad. Los escombros giraron y se unieron, se amaron, y del sueño nació la vigilante, la Luna, de la Roca sin Nombre, y le dio estabilidad, le dio amor y vida. Nadie está seguro de cuanto duró las llamas que quemaban a la Roca sin Nombre, pero la vida nació llamándola Tierra, y por milenios fueron felices… aunque nada es eterno, pero a Sueño no le hubiera importado. Su efímera forma murió para destruir su sueño. Y nuevos Sueños pueden nacer. |