Capítulo IV:
DE DIOS Y EL DIABLO
Antes de la visita de Andrés Durán a la hacienda, tanto Margarita como Jito –éste último de forma secreta-, habrían buscado métodos para hacer más llevadero el peso que descansaba sobre las piernas de Juan Evaristo Atenógenes, una década y siete años.
Aferrándose al folclore, la mujer del cojo pasaba más tiempo encendiendo velas en la iglesia, a cualquier imagen que se le cruzara. El párroco no interrumpió la acción de Margarita, puesto que con toda esa iluminaria, el templo ahorraba buena parte del gasto eléctrico.
Durante sus peregrinaciones a Yumbel, los calurosos veinte de enero, Margarita vestía sólo con velos negros, cubriendo su belleza que aún se mantenía imperturbable a los escupitajos del tiempo.
-Te vas a desmayar por el calor –Jevo trataba de persuadirla a que no se expusiera a malos ratos.
-No importa. Esto lo hago no sólo por ti, sino por ambos.
-Bueno, bueno. No discutiré contigo, espero que San Sebastián te lo recompense. Al menos con una botella de agua.
Ella sin responder al sarcasmo de su marido, partía con los demás fieles. Era una interminable culebra de gentío que caminaba lentamente. Llena de flores, animitas y cánticos afinados por el oído de un sordo.
Apenas se quedaba sólo en casa, Jito juntaba sus manos y recitaba los salmos que aprendió alguna vez, en la casa de Atenógenes Echeverría. Y al terminar se reprimía su afición a las supersticiones. “Son pura’ custione’ falsas” repetía en soledad.
Nunca más se acercó a la casa de Dios. Desde su primer encuentro con Margarita, que terminó con la expulsión de Jevaristo de la catedral de Chillán, por andar mendigando. Aún faltarían muchos años para hacer las paces con el de arriba.
No ocurría así con el patecabra, que, según lo enseñado, le parecía a Jito un tipo de carácter más mundano. Un personaje que es posible encontrar en cualquier cantina de mala muerte. Un tío como muchos hombres, que sólo velan por su metro cuadrado y su barriga bien compuesta.
El diablo es un arquetipo en el que la humanidad refleja su faceta más oscura. Aún así, uno de los intentos de Juan Evaristo Atenógenes Tercero para dar una solución a su estado de minusválido. Fue el de contactarlo y citarlo una noche de San Juan para llegar a un acuerdo entre caballeros.
La higuera, lugar tradicional del encuentro, parecía más infernal que de costumbre. A pesar de estar en pleno invierno, se trataba de una noche de sofocante aire caliente, cómo si la caldera del río de fuego estuviera a punto de rebalsarse.
Jito se habría tomado unos cuantos tragos para entrar en valor, sabía que de este encuentro podría resultar tanto su ascenso como su caída libre. Las horas pasaban, la impaciencia aumentaba, el calor quemaba cada resto de oxígeno y la higuera parecía florecer. Señal rural de que el coleflecha anda cerca. Era medianoche.
Pasos y una sombra humanoide se acercaron lentamente a donde estaba Juan, quien sintió un escalofrío que le paralizaba el alma. Por un momento creyó que la borrachera le jugaba una broma. Pero estaba equivocado.
La criatura se sentó a su lado y pasaron un par de segundos, que parecían siglos. Ambos admiraban todo alrededor, sin acertar quien debería ser el primero en iniciar el diálogo.
Finalmente el compañero se puso de pie y extendió un papel a Jito, quien temblando de pavor lo recibió. Pero no lo leyó inmediatamente, sino hasta que la sombra volviera a perderse en la noche. El cojo estaba seguro que se trataba del contrato con el que pondría un precio a su alma.
Al leerlo, suspiró de alivio. Comenzó a reír y pronunció nuevas maldiciones y su frase ya típica en referencia a la superstición, “son pura’ custione’ falsas”.
El papel decía lo siguiente:
“Don Sata:
Mi nombre es José Retamales, soy mudo de nacimiento. Lo que no quiere decir que no me haya esforzado por aprender a escribir como usted ve.
Le pido que a cambio de mi triste alma pueda darme una voz. Cualquiera. La que le sobre por ahí en sus cajones.
Desde ya muchas gracias.
José Retamales
PD: Mándele saludos a mi taita, que de seguro lo está pasando bien con usted ahí abajo.”
Dando honor a su astucia y carácter de bromista, el príncipe de las tinieblas nunca se manifestó. Mayor gracia le haría al exiliado del Cielo, el arruinar las esperanzas de quienes lo vieran como un héroe al final de la jornada.
Jevaristo fue en busca de su compadre Segura, con quien quedó de juntarse una vez firmado el contrato. Se tomarían unos tragos de vino en algún antro cercano y volverían juntos a la hacienda, donde Margarita los estaría esperando, sin sospechar en las trifulcas de intención satánica, donde su marido estuvo metido.
Creo haber mencionado, mis estimados, que la actitud creyente de Jito, gozaba de ser secreta.
-¡Qué bonito! Una rezando para que nuestra situación mejore y usted dándose la vida de rey, tirando plata en localuchos de tercera.
-Como se le ocurre, mi Mayita… –decía Jevaristo, con la lengua morada, ojos rojos, párpados caídos y dando movimientos involuntarios que no aportaban en nada al diálogo con su señora. Segura no decía palabras, concentrado en su papel como atril del cojo, que luego de un hipo remató. -… de cuarta. Pa’ que saliera má’ barato.
-¡Evaristo! Créeme que si no estuvieras cojo te daría una tunda que te dejaría en silla de ruedas –respondió Margarita a la ironía de su esposo, pero también dejaba a la vista una tenue risa. Amaba a ese huaso diablo.
Ya en su cama, boca arriba, Juan Evaristo Atenógenes, veía como danzaban las vigas del techo, sentía el calor del vino en el cuerpo y las risas de aquelarres y demonios. Finalmente pudo conciliar el sueño despidiéndose del ayer murmurando “Pobre de Retamales”. |