XIII
Los demonios, relegados al infierno, habían codiciado el Edén desde que fuera creado para deleite de los ángeles, un lugar en que los humanos pudieran proliferar. Las barreras que pusieron los ángeles entre el cielo y la tierra, prohibían el paso de los que consideraban seres inferiores, pero por su parte, los demonios no creían tener motivos para frenar la comunicación entre el mundo humano y el averno. Por eso era fácil llegar por muchas entradas, apéndices de la tierra en el infierno o del infierno en la tierra.
En algún momento de su viaje, Isa y Axel habían traspasado unas calles devastadas, repletas de seres malolientes moviéndose entre la basura y el hedor de la muerte, entre edificios desvalijados y humeantes, hacia un lugar arrasado por el viento y la lluvia, donde trozos de cadáveres colgaban entre las ruinas de extrañas construcciones, sus vigas surgían de las entrañas de la tierra, y en lugar de vertederos de aguas servidas tenían que vadear arroyos sanguinolentos con el olor putrefacto de la pus.
–Mi dios –murmuró Axel, arrepentido de haber traído a la mujer a ese lugar, e incapaz de soportar toda la miseria que podía existir en el universo–. Por aquí deben haber pasado todos los jinetes del apocalipsis.
Ella no replicó y siguió avanzando, evitando poner los ojos en los pedazos de cuerpo de contornos casi humanos, deformados por la tortura o desmembrados, que abundaban en atroces cantidades. Si eran demonios no quería mirar. Lo peor era ignorar dónde estarían los causantes de toda esa masacre, ¿no los estaban acechando en ese mismo momento desde lo alto del muro derruido a su derecha, o en el monte de troncos retorcidos que se divisaba en la cima de la colina a su izquierda?
Los frenó un río ancho, poco profundo pero turbulento, de aguas marrones. Se encontraban en una llanura desierta, y no había luz de sol, apenas podían ver en la penumbra violeta. Isabel se estremeció, sintiendo que lenguas y manos viscosas pululaban en la oscuridad que los cercaba poco a poco.
–¿Cómo sabemos qué hora es, y hace cuánto que caminamos sin dirección? –susurró.
–El sol nunca sale en el infierno, Isabel –replicó Axel, confirmando sus más profundos temores, pero al mismo tiempo encendió una antorcha pequeña en su mano–, pero tienes suerte de viajar con un ángel.
No podía usar mucha energía porque la luz, elemento extraño en ese paraje, a la vez que les iluminase el camino atraería hacia ellos a todas las alimañas, monstruos y bestias que se hallaran en las cercanías. Para distraer su atención de los pasos que él hacía rato había percibido que los venían siguiendo, le contó lo que había estudiado sobre el infierno. Allí se refugiaban todas las criaturas grotescas o peligrosas de la creación, que habían huído antes de ser destruídas, o extinguirse, buscando la protección del demonio más poderoso, Lucifer, y sus camaradas, los ángeles caídos.
–¿Y él se preocupa por ellos y los acepta? No suena muy diabólico.
–No, no le importan en absoluto. Lo hace para molestar a Dios y a los arcángeles. El mal siempre le brinda protección a la perversión y a la iniquidad en cualquier forma.
Isabel se quedó pensando. Tenía la sensación de que había algo erróneo en el razonamiento pero no sabía expresar qué. De pronto, sintió un batir de alas y la sensación de un coloso que pasaba por su lado. Axel la arrastró consigo al piso, justo a tiempo para esquivar una masiva colección de ávidos dientes, atraídos por la pequeña linterna a pesar de su precaución.
Todavía estaba escupiendo barro cuando se vio envuelta en una sábana de luz deslumbrante. Axel había lanzado una llamarada, y la criatura retrocedió espantada ante la explosión, chillando de forma espeluznante.
Dientes, un cuerpo grande, correoso, gris, alas de murciélago. Isabel se tapó la cabeza y volvió a mirar entre los dedos. Axel le hacía frente con valor, dando sablazos a un lado y otro mientras la criatura trataba de retroceder hacia la oscuridad, hasta que unas garras surcaron el aire y le dejaron un tajo a la altura de sus costillas. Aturdido, se puso a dar vueltas sobre sí mismo. Aunque mantenía a su adversario a raya, había sido herido. Entonces, comprendió que se enfrentaba con varios enemigos, de ahí la velocidad y cantidad de ataques que debía parar, y además no estaban huyendo, sino que lo hacían adentrarse en su territorio, separándolo de Isabel, que había quedado sola en la oscuridad junto al río mientras él arremetía sin pensar.
–¡Corre! –gritó con todas sus fuerzas, tomando la espada con ambas manos, dispuesto a acabar con todos.
Ella no necesitaba que le avisaran. Con cada sablazo, Axel resplandecía un instante, y ya había divisado la manada de criaturas del tamaño de un oso, con alas de vampiro, revoloteándole alrededor. Se arrodilló, tentando a la suerte, y al ver que no le sucedía nada a su cabeza, se animó a pararse. Retrocedió, poco a poco. Sus pies se hundieron en el agua barrosa, y continuó hasta que se hubo metido hasta la cintura. La fuerza del río la tiró. El canal se volvía más profundo, pero pese a la corriente podía nadar.
Quería comprobar si Axel estaba bien, pero temía voltear la cabeza y ver que un monstruo la seguía. De pronto, algo tiró de su pie. Lo sacudió. Algo volvió a prenderse de su pantorrilla, y se clavó en su carne. Alarmada, trató de patearlo con el otro pie, y este dio contra una superficie blanda, viva.
–¡Aj! –gritó espantada, al sentir que otro par de dientes se hundían en su brazo derecho, y en su desesperación empezó a tragar agua y a hundirse.
Se podía ir al fondo o esas pirañas infernales se la iban a comer viva: no sabía qué muerte prefería. Ojalá que el ángel viniera a salvarla.
Pero él estaba bastante ocupado. Axel había notado que no tenía otro poder para librarse de los monstruos que producir fogonazos de luz, a pesar del conjuro que Azrael había colocado en torno al sello. Sólo podía cortarlos de a uno con su espada y correr, mientras ellos lo perseguían atacando desde todos los ángulos.
Camila había sufrido el padecimiento de clavos que atravesaban sus brazos y tobillos, su frente sangrando sin parar, escuchaba las voces y gritos de los condenados, y lenguas de demonios que le venían a susurrar sobre su cuerpo expuesto, indefenso. Una niña de catorce años había sido violada por un ser invisible de forma continuada, obligada a abortar, y encima había nacido con un problema mental que le impedía defenderse o pedir ayuda, porque nadie le creería. Su propio ángel guardián la había lastimado. Ella, en comparación, no podía dejarse morir sin hacer nada. No, tenía que pelear y tratar de huir, ¿si no para qué había llegado hasta el infierno, para morir en la puerta? ¿Para ser comida por demonios en lugar de asesinada por ángeles? Le habían robado su vida, su única familia, toda posibilidad de creer en algo bueno… No quería darse por vencida, por lo menos hasta que Axel viniera a ayudarla.
Apenas podía creerlo cuando salió de ese río, arrastrándose, tomando bocanadas de aire, tajos palpitantes abiertos en su piel, ardiendo de dolor, y la sensación de todavía estar cubierta de pirañas que la mordisqueaban. Se pasó la mano por el cuerpo, desesperadamente tratando de sacarse una criatura que no estaba allí, y luego paró a recuperar el aliento.
–¡Axel! –gritó, y en torno sólo halló oscuridad. Dio media vuelta y volvió a llamarlo–. ¡Axel! –y se dio cuenta de que había perdido el sentido de orientación.
Avanzó titubeante, al cabo de unos pasos cayó de rodillas, luego se sintió desvanecer y su cuerpo se desplomó. Pero el miedo a quedarse a merced de las criaturas infernales la hizo erguirse. Muy cerca, una voz susurrante le contestó; no entendía nada a causa de los latidos de su corazón.
–Lo siento –murmuró la voz gangosa casi en su oído, y una mano fría le tocó la cara.
Antes que gritara de terror, Axel le tapó la boca contra su pecho. Se estaba disculpando por venir tan tarde y encontrarla en un estado lastimoso, cubierta de cardenales y cortes. También él estaba malherido, a duras penas había logrado esquivar los enormes dientes de los demonios alados y saltar el río, que al parecer era el límite de su territorio.
La neblina se disipó poco a poco y al fin, sobre una colina, hallaron reposo en una roca que les sirvió de asiento. Adelante se divisaba una extensión infinita de bosques y montañas. Si hasta ahora apenas habían podido sobrevivir, las cosas se iban a poner peor, porque en lugar de voraces bestias irracionales, la zona adonde se iban a adentrar estaba poblada por demonios astutos, de gran poder y gustos perversos.
–Julio decía que el diablo es un ángel caído –recordó Isabel, mientras descansaban aprovechando ese sitio solitario–. ¿De dónde salieron esos otros? ¿Quién los creó?
–Todos los seres celestiales venimos de la misma fuente, de la divinidad –repuso Axel de forma automática, como si repitiera un verso. Luego lo pensó mejor y explicó–. Es decir que algunos fueron ensayos, prototipos, como los gigantes y el leviatán, que se volvieron tan peligrosos, que debieron ser desterrados. También hubo ángeles que trataron de hacer vida… pero su habilidad no es la del creador original, y resultaron seres como los que nos atacaron, criaturas sedientas de sangre que no podían habitar ni en el cielo ni en la tierra.
–O sea que el infierno es el basurero del laboratorio de genética de dios.
–En el principio fue pensado como una cárcel. A lo largo de las eras creció, porque la maldad avanza.
–Tienes razón, la maldad es tan vasta que no cabe en el cielo y ha cubierto todo el infierno –terció una voz y ambos se sobresaltaron porque no veían a nadie a su alrededor–. Aquí, estoy detrás de Uds., deben creer que soy un árbol.
Isabel se inclinó para verlo mejor. No podía ser, pero de hecho les estaba hablando un árbol raquítico con unas pocas hojas amarillas, que había crecido entre una roca partida y ennegrecida por un rayo. Axel la atajó; cualquiera que hablara de la maldad como algo que desbordaba del cielo, debía ser un rebelde, un demonio.
–No temas –se burló el árbol–, no le puedo hacer daño a tu mujer. Escuché su conversación, bueno no es que pueda evitarlo si hablan delante de mí, no se enojen. Yo soy una de esas creaciones erróneas y no pude contenerme para decir que antes de darle vida a alguien deberían meterse su halo divino en el c…
–¡Blasfemo! –Axel lo amenazó pero al árbol poco le importaba. Además de que su madera era dura como el acero y no podía partirlo con una espada, estaba tan aburrido de esa existencia solitaria, con inteligencia pero incapaz de moverse, sin otros de su especie con quien charlar, que hasta le hubiera parecido un alivio ser convertido en astillas.
Isabel sintió su hastío y pena, que le pareció muy familiar. Ella también sentía eso cuando pensaba en la situación en la que se encontraba y lo difícil de salir de su problema. Que sería un alivio acabar de una vez, y al mismo tiempo un anhelo impetuoso por vivir y librarse de sus acosadores.
–Ah, un ángel y una humana. ¿Cómo terminaron perdidos en esta tierra maldita? –preguntó el árbol, siempre curioso, ya que su único placer en su vida eterna era mirar y escuchar–. Ah, seguro están huyendo porque en el cielo no les dejaron vivir su romance y vienen a la tierra donde todo placer es permitido.
–No estamos perdidos, y nos escondemos de los ángeles –replicó Isabel prontamente–, pero no tenemos ninguna historia romántica.
–Oh, me equivoqué. Se trata de un alma perseguida y su guardián entonces –propuso la criatura luego de una pausa, y como ella también negara con un gesto, agregó adulador–. Un alma hermosa como tú debe tener algún ángel guardián.
–¡No lo escuches –exclamó Axel, molesto porque Isabel había sonreído al árbol– es un demonio! Intenta seducirte con sus palabras.
–Claro, la única forma en que puedo seducir a una mujer es con halagos, si no puedo tocarlas ni con una rama. Además, en este suelo no hay nutrientes ni agua, hace mil años que no doy hojas. Si al menos fuera un frondoso roble…
–No… estás bien –repuso Isabel, aunque tenía un aspecto patético–. ¿Cómo te llamas?
–Nadie me puso nombre.
Axel la apartó a la fuerza: conversar y tenerle simpatía a un demonio era peligroso. Pero ella tenía razón, se hallaban realmente perdidos, y tuvo que vencer su repugnancia para pedir direcciones.
Al demonio no le importunó contestar. El bosque estaba casi deshabitado, había escuchado decir a unos viajeros una vez, y todo el mundo sabía que siguiendo el río se llegaba a una ciudad, no muy lejos, donde un demonio de categoría tenía su trono. |