No sé bien el tiempo en que me volví el único testigo de mi supervivencia. Cuando tomé conciencia de ello empezó también la obsesión por documentar lo que vivía, no fuera a ser que en el futuro perdiera la memoria y todo lo visto, todo lo hecho, se desvaneciera.

Tanto trabajo recorrido por cuestiones tan frágiles. Habitaciones vacías llenas de luz en las que sólo podía escuchar mi respiración. Necesitaba guardar de alguna forma todo, antes que sucediera lo inevitable, antes que llegara el tiempo de la cosecha y la gente de la ciudad me robara mis frutos.

Puedo ver, aún, en la noche. Estoy rodeado de una bruma transparente que no me incomoda. En mi velador hay un vaso medio vacío y un par de boletas, anotaciones y venas sin sangre. Cada detalle, por insignificante que fuera, tenía un valor incalculable.

Las vidas de los míos. Mis clanes antiguos, mis pequeñas batallas contra la sangre convulsa de mi enfermedad. Allí estaban, siendo registrados como fuera, no importando su tamaño, su dificultad, su aparente intrascendencia.

De eso se trataba, en el fondo. En alguna parte, en medio de la basura, en medio de algún sitio pisoteado mil veces, debía haber algo de verdad, algún puñetazo al hígado, un destello rabioso, la murmuración de algún animal extinto.

Se siente en la piel, aquel vértigo antes de una batalla con sables y cuchillos. Se siente ese nerviosismo de estar a punto de entrar en calor luego de tanto tiempo royendo el cielo. Puedo capotar aún en el pasto, sé que puedo.

No es necesario abrir los ojos luego de dormir. Todos están aquí conmigo, tranquilos, afables. Las caras transfiguran una hermosura que me deja mudo. Siento la dulzura de su sombra, la frescura de su miel, pero no puedo recordar ningún nombre.

8.2.11