Al escuchar a las personas dejaba de ser yo mismo. Esa era la verdadera y única razón de por qué era bueno haciendo lo que hacía. Me sumergía en sus vidas y perdía la mía en el camino. Sí, es verdad, todo se filtraba a través de mis experiencias y de mis recuerdos, pero también de mi amor, mi desesperación y mi rencor. Ellos notaban mi compenetración con sus historias, la forma en que torcía la mirada, ablandándome y dejándome seducir por el relato. Al cabo de un rato estaba experimentando sus sensaciones, percutiendo dentro mío una historia alterna a mí mismo, inundándola de un significado nuevo y poderoso que se desvanecía momentos después de que acabara la conversación.

Al concluir quedaba exhausto. Perdía toda mi energía allí y parecía una tabla rasa, sin nada escrito; lisa y polvorienta, una foto de un ser humano. Esa sensación de vacío me encantaba. Me gustaba caminar y sentir que era un fantasma; una figura informe, inerte, carente, que paseaba entre otros seres humanos, completamente vertido hacia afuera y dispuesto a lo que fuera, con quien fuera. Era como caminar entre la música y rendirse ante la evidencia empírica de mi propia ruina, que al mismo tiempo era majestuosa. Porque para mí no era sólo una obligación contractual, ni tan sólo una responsabilidad ética. Era más. Era todo. Había algo en ello que me parecía más real que cualquier cosa, algo profundamente humano, y adictivo. Era conocimiento práctico sobre la naturaleza de mí mismo como ser vivo. Y eso era muy bueno, aunque no necesariamente benevolente.

13.11.10