LA LLORONA
Estaba sentado en un rincón del patio, absorto, la mirada fija en el piso, envuelto en el humo de su cigarrillo. Casi irreconocible, consumido por la desgracia, una vida escapándole a su destino. Llevaba unas ropas viejas y holgadas, como si fuera un espantapájaros. Lo que yo veía frente a mí era lo que quedaba de aquel Rogelio que tantas veces se asomaba a la ventana de mi casa, incitándome a cometer algún “delito”, propio de dos niños que inocentemente salían a conquistar el mundo y creían que podían llevarse todo por delante, como dos fieras salvajes. Vivía yo en aquella época, a media cuadra de su casa.
Era el menor de cuatro hermanos, que ya en aquellos tiempos formaban una especie de “bandita” que asolaba el barrio. Yo me daba con el más chico de los cuatro, Rogelio. A los otros los conocía muy poco; la única hermana, supe después, se fue muy joven de la casa y por lo que yo sabía los otros tres hermanos se quedaron viviendo con su madre.
Eran contadas las veces que sus hermanos mayores nos permitían ingresar en el territorio de los “Grandes”. Y si uno lo hacía, tenía que probar que se lo merecía, que ya estaba apto. Cuando Rogelio y yo entramos a pertenecer al club de los adolescentes, deje de verlo porque me mudé de barrio y perdí todo contacto con su familia. Pero el tiempo pasó y las circunstancias nos volvían a poner uno frente al otro; él como prisionero y yo como abogado, su abogado. Un llamado anónimo me trajo hasta esta cárcel, un llamado desde el pasado. Era Rogelio que golpeaba otra vez en mi ventana, pero esta vez no era como antaño para salir a “jugar”, sino que era un llamado de alguien que ya había jugado bastante.
-Sentate-, me dijo, marcándome con la cabeza un lugar vacío en el muro donde él estaba sentado. Era de pequeña estatura, pero robusto, los brazos anchos, la espalda amplia. Tenía tatuajes con formas de barcos en ambos brazos y cada vez que movía el codo parecía que el barco se montaba sobre una ola. Me senté a su lado, entrecruzamos las miradas y sonreímos, como cuando éramos chicos y habíamos “hecho algo”.
- Mirá, dejemos el sentimentalismo para otro momento y vayamos al asunto-, me dijo, desmembrando sobre el piso lo que quedaba de su cigarrillo. Fosilizado, su rostro le pedía permiso al mío para mirarme. Presumí que se sentiría cohibido por mi presencia y por mi condición de “Doctor”.
-¿Así que vos sos abogado?¿,......¿Quién iba a decir no?...... yo preso y vos abogado. Me lo contó “El Sapo”, ¿te acordás?-. Yo lo miré asintiendo con mi cabeza, tratando en vano, de encontrar la imagen del “Sapo” en algún rincón de mi memoria.
- Me vino a visitar el otro día y me habló de vos. Se ve que alguien de acá se lo dijo... en la cárcel se sabe todo-, afirmaba, encogiendo sus hombros. Luego se escondió detrás de otro cigarrillo, aspiró su vergüenza, y la devolvió como una ceniza humillada.
-Cuando me enteré que eras abogado, se me ocurrió llamarte para que me des una manito.”El Sapo”, el de la esquina de casa, fue el que te llamó. Yo no hubiese sabido a quién recurrir, no conozco a nadie. Vos te salvaste, pudiste estudiar, pero yo no. Me quedé acá, en el barrio, ¿me entendés?
-Si, pero decíme, ¿Qué fue lo que pasó, Rogelio?, le pregunté al niño oculto detrás de la máscara cincelada de desencuentros.
-El de la idea fue el mayor de mis hermanos. Él está libre y yo estoy encerrado, pero lo perdono, porque yo le debía “una” al gordo-, comentaba, mientras un esbozo de lágrima moría en la comisura de sus labios.
-Estoy acá por nuestros años juveniles. Quiero que me cuentes toda la verdad. Yo todavía no leí la causa-, le dije, con un tono distante, casi profesional. Ayer recibí un llamado y por eso hoy estoy acá.
-La historia es un poco larga... no sé por donde empezar. ¿Te acordás de mi madre?
-¡Cómo me voy a olvidar de doña Ramona! Recuerdo cuando te llamaba a la tardecita para la merienda. Salía al medio de la calle y gritaba tu nombre, y vos no te aparecías nunca. Nos pasábamos todo el día en aquella cuadra, ¿verdad? Rogelio me miró por primera vez con la cara de antes, delineada con los recuerdos labrados sobre su piel.
-Mamá nos mantenía a todos con la pensión, que no era mucho, pero por lo menos teníamos para la comida. Trabajo había poco. Salían a veces algunas changas, para los gastitos. A vos te fue bien, como veo, decía, observando mi correcto y limpio traje azul marino. Pero a nosotros nos costó arrancar, ¿viste?
-¿Y tus hermanos, no trabajaban?
-El mayor,”el Hugo”, se la pasaba sentado en la vereda observando a la gente y mamado, y con “el Julio” no se puede contar... o está drogado o está en cana. La “Verónica” se fue de chica embarazada y no vino nunca más. Ni siquiera sé donde vive; creo que se casó con un policía y tiene varios hijos. Eso dicen por ahí
-¿Y porqué estás preso, que tiene que ver tu madre en todo esto?
- Mi madre se enfermó y estuvo tres años en la cama sin poder moverse y sin poder ir a cobrar su pensión. ¿Sabés quién se ocupó de ella? : yo... quién más iba a ser. Mis hermanos siguieron en la suya. “El Hugo” cada vez más gordo, sentado en la vereda a esperar no sé qué cosa. “El Julio” estaba como ido, como drogado... en otra, siempre en problemas. Pero claro, decía Rogelio, mientras preparaba uno de sus cigarrillos armados, el sueldo de mamá sí que les preocupaba a los muchachos. ¡Al funcionario de la seguridad social que venía con la plata de la pensión, mis hermanos lo trataban bárbaro!-, decía Rogelio. Un día antes que viniera el tipo de la pensión, preparábamos a mamá, para que él viera lo bien que estaba la vieja. A lo último ya ni siquiera entraba a la casa. Bastaba que le echara un vistazo de lejos, desde la puerta, para que largara el dinero.”El Hugo” le daba unos mates y el tipo dejaba la plata y se iba. Así pasaron años. Al final de su vida, cuando mamá ya estaba agonizando, “El Hugo” se las ingenió y acicaló a la vieja para que pareciera que estaba todo bien-, comentaba Rogelio, mientras movía los barcos de sus brazos, que parecían dibujar una travesía por un río revuelto.
-¿Y después que tu madre murió, qué pasó?- le pegunté.
-¡Ahí vino el problema!-, exclamó, con cierto remordimiento en su mirada. Cuando murió mamá, recuerdo que nos sentamos en el comedor y estuvimos en silencio un buen rato. ¿Y ahora qué?, parecía que decían nuestros ojos cuando se cruzaban esa tarde lluviosa y oscura de agosto cuando se nos fue mamá. No teníamos plata ni para el sepelio... y además... ahora, pensábamos... ¿de qué íbamos a vivir?
-¿Qué hicieron?-, lo interrogué como abogado.
Cuando Rogelio se disponía a hablar, asomó un guardia haciéndonos señas de que se había terminado la visita. Rogelio lo miraba sin verlo, mudo e inmóvil, con su casi inexistente cigarrillo apagado y su cabeza enajenada por los recuerdos. Desde el patio se escuchaba a alguien que gritaba. Salí al patio y vi que la gente se estaba retirando. Al que gritaba, se lo llevó el guardia tomándolo fuertemente de uno de sus brazos. Rogelio se levantó del muro, pasó al lado mío, me golpeó la espalda y me dijo:
-Chau, mañana te cuento el resto..... ¡Ah!, tráeme cigarrillos de éstos-, decía, mostrándome la cajilla de los sin filtro, transfigurada, su única compañía dentro de las paredes asfixiantes de la cárcel. Al rato, el patio quedó vacío, mudo, cómplice de tantas historias como rincones tenía. Atravesé varias puertas de color gris plateado. A medida que cruzaba una puerta, sentía un alivio y pensé en Rogelio y en la cantidad de puertas que lo separaban de su libertad. Pensé también en las puertas invisibles que se alojaban en su mente y que luego con el tiempo se fueron materializando en acero plateado y concreto. De pronto el cielo se abrió, un viento suave barrió su insistente y amenazante color oscuro.
Al día siguiente, antes de ir a ver a Rogelio, yo había estado leyendo la causa en mi despacho de la oficina. Supe, mientras revisaba los papeles, que Rogelio decía la verdad, pero faltaba que me contara lo principal. La peculiaridad de la causa había causado cierto revuelo en la oficina. Ese día no se hablaba de otra cosa y todos opinaban, hasta los empleados de menor rango. Alguien mencionó en los pasillos, la posibilidad de que los hermanos hayan matado a Ramona. Pero carecían de un móvil; tendría que probarlo. Sabían, claro, que Rogelio era mi amigo de la infancia y que yo haría cualquier cosa para sacarlo del encierro.
El patio estaba inundado de sol y calor. Los rayos se reflejaban en una ventana y me enceguecían y no me dejaban ver la entrada, como si alguien me hiciera señas de luz en un lenguaje secreto. La sombra de Rogelio se apareció a uno de mis costados y una voz tímida y pausada me preguntó por los cigarrillos. Se los di y Rogelio siguió caminando en dirección de su sombra, se encontró con un compañero y le dio alguno de sus cigarrillos a cambio de algo que no pude ver. Son los códigos de la cárcel, pensé. Volvió y se sentó a mi lado y apoyó un termo y un mate en el muro junto con un paquete de galletas. El sol se corrió y ya no me hacía señas desde la ventana.
-Lo pensaron entre los dos -, decía, acercándose a mí, sirviéndose agua caliente en su mate y masticando una galleta.
-¿Lo qué?, le pregunté.
-Lo de enterrar a mamá en el jardín. Lo hicimos esa misma noche; la pala la consiguió “El Julio”y yo hice el pozo.”El Hugo”, como siempre, era el que daba las órdenes. Al principio nos costó hacer el pozo, porque nos topamos con unas piedras enormes. Hicimos como tres agujeros y al final la enterramos. El que más lloraba era “El Julio” (el que se hacía el indiferente a todo). Fijáte que para evitar las sospechas de los vecinos, no pudimos ni ponerle una flor.
-¿Y a quién se le ocurrió........
-¿Lo de la muñeca?-, preguntó Rogelio.
-A mí-, dijo, confesándose culpable, agachando la cabeza como si alguien se la fuera a cortar.-Lo que pasa es que no nos quedó otra salida, teníamos que comer. Estuvimos todos de acuerdo.
- Contáme cómo lo hicieron –le pregunté, ansioso por conocer los pormenores de esta historia que me empezaba a apasionar y a interesar mas allá de mi función de abogado.
-Faltaban como quince días para que viniera el de la seguridad social a pagarnos la pensión de mamá. Teníamos quince días para fabricarnos una muñeca parecida a nuestra mamá. Un maniquí igual a la vieja, del que nadie pudiese sospechar y así poder seguir cobrando la pensión. Total, si mamá, antes de morir, no hablaba ni se movía. Además, el tipo de la pensión ya ni siquiera entraba a la casa, así que se nos ocurrió que la cosa podía funcionar.
-¿Quién se encargó de conseguir la muñeca?
-“El Julio” y yo. Cerca de casa hay una tienda donde vendían ropa de mujer, ¿te acordás? La dueña, que era amiga de mamá, siempre dejaba pedazos de muñecas rotas en la puerta, sobre todo piernas, para que se las cargue el basurero. Nosotros esperamos el momento propicio para llevarnos los trozos a casa. Un día, al atardecer, mientras la luz desaparecía por la bahía, y las sombras nos daban un manto de impunidad, logramos hacernos de dos piernas sin que nadie se diese cuenta. Después tuvimos que hacerles una adaptación porque eran distintas. Para esas cosas “El Julio” era “mandado a hacer”.
-¿Y las otras partes de la muñeca?
-Los brazos los consiguió por otro lado y el tronco lo robó en una tienda del centro. Pero no fue fácil, ya que mamá no era tan grande como las muñecas de las vidrieras; por eso tuvimos que adecuarlas a las medidas de mamá.
-¿Y el rostro, la peluca... ¿cómo lo hicieron?
-La peluca fue lo único que tuvimos que comprar. La cara fue difícil, hasta tuvimos que desenterrar una parte para ver bien su rostro y copiarlo lo mejor posible, decía Rogelio, tocándose su cara, como si tocara la de su mamá. Compramos masilla y le dimos la forma de la cara y la pintamos de un rozado color piel.”El Hugo” la maquilló-, decía, como si estuviese hablando de alguien que viviera. Quedó parecida a una foto juvenil de la vieja-, decía, riendo, mostrando los pocos dientes que sobrevivieron a la deforestación natural.
-¿Y el tipo de la seguridad social no se dio cuenta de nada?
-Ese día fue tremendo. Lo esperábamos temprano pero no llegó hasta casi el medio día. Yo no sé que hubiese pasado si el tipo se daba cuenta,.... conociendo al “Julio”, creo que hubiera saltado mal. Pero no pasó nada... apenas miró para el dormitorio, preguntó como estaba la vieja y se fue. Así estuvimos viviendo como seis meses-, decía, mostrándome siete de los dedos de sus manos abiertas.
-¿Querés mate?-me preguntó para relajarse un poco.
-No,... además, ya es hora de irme-, le dije, mirando mi reloj. Lo saludé y lo dejé en medio del patio hablando con otro de sus compañeros. La luz se retiraba arrastrando las siluetas de los muros que desaparecían y se fundían detrás de un cielo oscuro y opaco. Una luna cristalina se insinuaba, atrevida, entre dos nubes de algodón. El guardia me acompañó mientras cruzaba las puertas de acero que crujían, como lamentos de metal. Alguien me saludó cuando salí, pero no lo reconocí. Atrás quedaban los silencios atrapados en la oscuridad de las paredes, esperando que un milagro los rescatase del olvido.
Pasé algunos días sin ir a ver a Rogelio, pero no me aparté de su asunto en ningún momento. Supe, según mis averiguaciones, que “El Julio”estaba prófugo y que “Rogelio”se confesó culpable de todo para ayudar a que su hermano Hugo no fuera preso. Observé, al estudiar la causa, que no me sería tan difícil devolver a Rogelio al barrio, ya que el delito era “defraudación al fisco” y no de un asesinato o algo por el estilo. Quizás en un par de meses estaba afuera.
Las macizas puertas se abrían una a una a mi paso por los sombríos y laberínticos corredores de la cárcel. Un aire pesado, viciado de quietud y humedad, inauguraba una sauna sobre mi piel. Algunos rayos de luz se colaban por las diminutas ventanas y atravesaban el corredor, como espadas en una caja vacía. Al final del corredor, me encontré con uno de los guardias. Le pregunté por mi cliente y me dijo que estaban lavando el patio y que me esperaba en una salita especial. Caminé por un parque arbolado, circundando una fuente seca y oxidada y llegué a una rampa que llevaba a un subsuelo. La bajamos y nos metimos en otro corredor. La primera puerta conducía a la salita donde me esperaba Rogelio. Allí estaba, como siempre, fumándose el tiempo, fabricándose ilusiones con el crucigrama de su vida. Era mi última visita y yo esperaba que ese día me contase el final de su relato.
-Y... ¿me sacás de acá o no? , dijo cuando entré, más tranquilo, levantando un poco el mentón y jugando a hacerse “el grande”.
-Antes hay que hacer algunos deberes-, le dije, mientras me sentaba en una sillita alrededor de una vieja mesa de madera laqueada. Una pálida luz de neón bajaba del techo y bañaba la cara de Rogelio que parecía muerta. El piso estaba sucio, como la luz que venía del techo.
-¿Qué deberes?-, decía, encogiendo su cuerpo.
-Trámites, trámites-, le dije, murmurando. Rogelio estaba mejor vestido, quizás pensando en su futura libertad. Las partes de su cuerpo, al igual que la muñeca de su madre, estaban prontas para interactuar. Se había afeitado, y se había puesto una camisa blanca, curiosamente limpia.
-Me falta que me cuentes una cosa.
-¿Cuál?
-¿Cómo te descubrieron?
-La culpa la tuvo el perro de “La Pocha”, nuestra vecina. Sin que nos diéramos cuenta, a la noche el perro venía al fondo de casa y se llevaba los huesos de mamá y los enterraba en cualquier parte. Mamá quedó desparramada por toda la cuadra. Revisamos en todos los jardines de la calle, hasta que encontramos algunos restos. Alguien nos denunció y así fue como saltó todo, ¿viste? Vino la policía y yo confesé todo.
-¿Pudieron recuperar el cuerpo de tu mama?
-Si, después que juntaron todas las partes, la enterraron en el cementerio; de eso se encargó “El Hugo” porque yo ya estaba preso. Pensaron que la habíamos matado nosotros. Le avisamos a “La Vero”y se apareció por casa con sus hijos, pero yo no los vi. ¿Sabés una cosa?, Creo que mamá hubiese preferido quedar esparcida por esa cuadra... con lo que quería a ese barrio. Y decime: ¿vos me podes conseguir a la muñeca? Es el único recuerdo que tenemos de mamá, porque fotos hay pocas. Creo que se la quedó la policía. A vos te la van a dar-, afirmaba, echándole una mirada a mi corbata marrón.
Le dije que sí. Antes de retirarme, estuvimos recordando nuestra infancia y de cómo la vida nos había llevado por distintos senderos. Le prometí que lo sacaba la semana entrante, mediante mis “contactos”en la justicia y en la policía. Yo me haría cargo de algunos gastos, si fuera necesario. Sentí por momentos, que parecíamos dos niños grandes a punto de hacer alguna picardía. Lo saludé y volví al presente en paz con mi conciencia.
Luego de comprobar que a la vieja no la mataron, logré que liberaran a Rogelio y sobreseyeran a “El Julio”. Ese día quise darle una sorpresa a Rogelio y antes de pasarlo a buscar por la cárcel, me di una vuelta por la comisaría, a recuperar la muñeca de Ramona. Era una mañana de otoño, un tibio sol se filtraba entre los árboles acariciándolos suavemente. Un colchón de hojas secas, flotaba y formaba desordenados remolinos en las esquinas, como presagio de una tormenta. La comisaría estaba igual que años atrás, pintada de un celeste templado y desteñido. Encima de la puerta, una bandera medio rota se ladeaba de un lado a otro coqueteando sobre un mástil de hierro podrido. Un ligero viento me acompañó hasta la puerta. De la pared, un retrato de Artigas, me observaba torcido y amenazaba con caerse sobre la cabeza del comisario. Me presenté frente a él. Su cara me resultó conocida. Le expliqué los motivos de mi visita. Al principio se sorprendió, pero luego accedió a mis reclamos. Me dijo que a la muñeca la habían tirado a la calle y que esa misma mañana un carrito recolector a caballo se la llevó y que seguramente la podría recuperar en el barrio de Santa Catalina, -ahí van a para todas las cosas, ¿vio?....el vidrio, los cartones, vaya ahí-, decía, mientras me mostraba el camino que me llevaba a Santa Catalina. -Es gente humilde, trabajadora, no va a tener problemas-, decía el comisario.
Me fui a recoger a Rogelio sin la muñeca que le había prometido. Solo yo podía entender la importancia que tenía esa muñeca para Rogelio. Cuando llegué estaba la puerta de la cárcel semiabierta y Rogelio daba su primer paso hacia la libertad. Llevaba un bolsito donde tenía sus atuendos de espantapájaros. Se había afeitado y tenía encima la mejor ropa posible. Lo subí al auto y arrancamos para al barrio. Le expliqué lo de la muñeca, lo de la comisaría y lo del carrito. Habló de ir a recuperarla a toda costa.
Cuando nos acercábamos a nuestro barrio, sentí que me despertaba de un largo sueño, y que yo, de alguna manera siempre había estado ahí. La cuadra estaba casi igual, mirando hacia la bahía, indiferente, adormecida. Los recuerdos se disparaban uno a uno como en un efecto dominó. Reconocí el almacén de la esquina y la vieja panadería. Pasé por mi casa, (Rogelio me la señalaba con el dedo); alguien estaba sentado en la puerta y nos miraba como si fuésemos forasteros. Paramos enfrente de la casa de Rogelio. “El Hugo” estaba sentado en la vereda y se paró cuando nos vio bajar.
-Traje esto pá festejar-, decía el gordo, abrazando a Rogelio, sacando de abajo del brazo una botella de caña y mostrándola como si fuera un trofeo. Su prominente abdomen, se asomaba tímidamente por los agujeros de su camiseta blanca, que parecía perforada por una ametralladora.
-¿Tamo a mano no?, Le decía a Rogelio, mientras se abrazaba a él.
-Si, no te preocupes, gordo, ya pasó todo, ¿”El Julio?”-preguntó Rogelio
-Esta adentro. Pasen-, dijo el gordo.
“El Julio” estaba agachado reparando algo en la cocina. Era el más alto de los tres. Llevaba una tupida barba que le forraba la cara, el pelo largo, los ojos saltones, la nariz de pájaro. Los hermanos eran tan distintos que yo siempre me pregunté si serían del mismo padre. Cuando me vio me saludó efusivamente agradeciendo “mis labores”. Rogelio les contó lo del maniquí, lo del comisario y lo del carrito.”El Julio” pegó un manotazo en la mesa y exclamaba:
-¡Ya van a ver esos cuando los vaya a buscar! ¡Yo sé quienes son!-, decía, abriendo la
botella de caña que trajo el gordo, repartiendo algunos vasos sobre la mesa.
-¿Y cuándo vamos?-, preguntó Rogelio.
-¡Ahora, ahora!, gritaba el gordo, con los brazos en alto, y la barriga afuera.
-Esperen, esperen, antes tengo que hablar a la oficina-, les dije a los tres.
Llamé, hablé con mi secretaria y le dije que esa tarde no me esperara. Arreglé con los muchachos para encontrarnos a las cuatro de la tarde. Yo los pasaría a buscar y enfilaríamos para “Santa Catalina”. Me prometieron que se iban a portar bien.
-Una vez los saco de la cárcel, pero dos no-, les dije a los hermanos, quienes con la cabeza, asentían en silencio, alrededor de la mesa.
El camino a Santa Catalina se hacía circundando el Cerro, por el lado de la rambla. Las casas, una encima de la otra, miraban hacia el mar, engreídas; parecía que se peleaban por un lugar en la montaña. Yo experimentaba cierta exaltación y me sentía que estaba en otro tiempo, como en un sueño revelador. Las nubes se juntaban alineándose en un rompecabezas de gas. A medida que avanzábamos, los caseríos se hacían más dispersos y rompían la monótona compañía de los árboles que bajaban hacia el sur.
-Se viene el agua-, dijo “El Julio”, mirando el cielo, sentado atrás junto a Rogelio.
-Es por acá, andá parando-, decía “El Hugo”.
Me detuve cuando vi el cartel de “Santa Catalina”. Doblé y tomé un camino de tierra. Al fondo, apenas se divisaba el mar detrás de una niebla de alquitrán. Viejos autos en desuso y carritos oxidados irrumpían confusamente a los lados del camino. Una leve llovizna se decidió por fin a desplomarse sobre nosotros. Algunos animales pastoreaban bajo la lluvia, impasibles frente a nuestra llegada.
-Pará, pará, que a ese lo conozco-, dijo “El Julio”
Se bajó en medio de la lluvia y corrió hacia una casa redonda, de lata, como en forma de “Iglú”. Golpeó, alguien le abrió y se metió enseguida. Al rato volvió con el pelo mojado hacia atrás, como engominado y con la barba chorreando agua. Nos dijo que siguiéramos casi hasta el final del camino y preguntáramos por el negro “Benítez”. Seguimos bajando y las casas ya casi se pisaban unas a otras.
-Ése debe ser el negro “Benitez””-, dijo “El Julio”, cuando llegábamos al final del camino, casi junto el mar. Estaba frente a un baldío, bajando cartones mojados y botellas sucias del carrito tirado a caballo. Cuando paró de llover bajamos a acompañar a “El Julio”. El negro nos vio venir y dejó lo que estaba haciendo. Pensó que éramos policías de civil. Le preguntamos si no había recogido en el Cerro una muñeca frente a la comisaría, grande como un maniquí.
-Yo no sé nada de una muñeca-, decía el negro, mientras bajaba los cartones del carro, con el cigarro mojado colgando de sus labios morados.
-Mirá que te lleno la cara de dedos. Dame la muñeca que sé que la tenés vos, saltó “El Julio”detrás de mí
-¿Qué muñeca?-, decía el negro.
El gordo se puso impaciente y cuando ya se le abalanzaba al negro, tomé la delantera y junto con Rogelio lo sujetamos por detrás y lo tiramos al piso.”El Julio” le gritaba al negro, quien atinaba a irse, aprovechando el momento de confusión.
-Déjenme que yo hablo con “Benitez””-, dije, soltando al gordo, que quedó sentado en el piso vociferando frases indescifrables. Llevé al negro a un apartado y le ofrecí un dinero por la muñeca. No estaba muy convencido de venderla, pero al final aflojo y la largó.
-¡Se la doy y se van, esa es la condición!-
-Vení - decía, con el cuerpo curvado hacia adelante de tanto empujar el carrito, los cartones sobre la espalda como un corsé, las botellas enganchadas del brazo. Me llevó al fondo de una casucha, donde había todo tipo de “objetos raros”. El maniquí, ( lo único reconocible) estaba encima de un montón de basura, mojado, mirando hacia el cielo, esperando ser rescatado por sus “hijos”. Lo tomé, le pagué y me lo llevé. El negro se quedó hablando solo, sin su “compañera”. Cuando los muchachos me vieron con la muñeca, se bajaron todos del auto y se peleaban por tomarla entre sus brazos.
-Parece que llorara-, atinó a decir “El julio”, mientras le secaba el pelo canoso de la peluca mojada.
-La maltrataron, por eso llora-, decía “El Hugo”, cuando arrancábamos para la casa del Cerro.
La presencia del maniquí había provocado en los hermanos una rara sensación de bienestar. Permanecían callados y atentos a lo que pasaba con la muñeca. La secaban con unos trapos que tenía en el auto y cada tanto la peinaba. La lluvia era ahora más fuerte y se sentía repiquetear en el techo. Cuando llegamos a nuestro barrio, la lluvia paró y los hermanos bajaron a la muñeca y yo me fui. El agua corría por la calle, arrastrando todo en su camino. Los objetos flotaban y corrían hacia la bahía, en una competencia de veleros de juguete.
Los meses que siguieron yo estuve ocupado en otros asuntos, pero un día decidí ir a visitar a los hermanos para saber en qué “andaban”. Me llegó el rumor de que les estaba yendo bien. Hasta me contaron que habían montado un exitoso negocio en su propia casa y yo quería verlo en persona.
Faltando pocos metros de la casa de Rogelio y mientras me bajaba del auto, advertí un conglomerado de gente en su puerta como haciendo cola. El Gordo, sentado en la vereda, parecía que cobraba la entrada. Me acerqué lo más que pude; cuando “El Hugo” me vio, me hizo un guiño con la cara y me dijo que pasara. Miré por la ventana y vi a “La Verónica” y a “El Julio” rodeando a la muñeca. Una señora estaba arrodillada frente al maniqui y parecía que le suplicaba por algo. Golpeé la ventana; “El Julio” me vio y salió a mi encuentro. Me contó que se produjo un milagro con la muñeca: “desde el día que la recogimos en Santa Catalina no paró de llorar; la gente se enteró de eso, cree que tiene poderes sanadores y paga unos pesos para estar un rato con la “muñeca que llora” y rezarle unos rosarios. A nosotros nos viene bien, decía, sonriendo y contando las monedas que le dejó la señora. Después te cuento el truco”
GABRIEL FALCONI
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