Cada tarde Orlando se sentaba en su balcón a observar aquél bosque, intrigado por su existencia desde mucho antes de que saliera de él un ejército de sedientos monstruos y él formara parte del menú.
Acababa de anochecer cuando vio a su vecina salir de su casa y cruzar el patio, la siguió algo tenso por si miraba en su dirección. Era una precaución innecesaria, pero aquella voz sombría insistía en que no bajara la guardia, y por supuesto, siempre tenía razón.
Ella era muda, y al igual que él tenía ocho años. Desde lejos la observaba en las reuniones del té, donde se degustaban todo tipo de delicias, se hablaban cosas de adultos (por lo general, cosas de señoras) y donde los niños se divertían con sus costosos juguetes en los cuidados y amplios jardines. Todos disfrutaban esas soleadas tardes, todos menos Angie y Orlando. Ella permanecía encogida en cualquier rincón absorta en un libro diferente cada día, mientras Orlando, sobre algún punto elevado que solía ser un árbol, analizaba los diferentes comportamientos de los comensales con interés y tomaba nota.
Había visto así, que desde que él formaba parte de aquél mundo, muchas niñas habían intentado acercarse a Angie, y todas se habían dado por vencidas frente a su férrea indiferencia. Algunas lo habrían hecho por lástima, otras obligadas por sus madres, y el resto por simple simpatía, ya que como se obstinaba en pregonar su madre, Angie parecía un ángel; era muy blanca, de ojos azules y cabello negro y sedoso, y llevaba siempre un vestido nuevo y recatadamente estrafalario.
Por su parte, Orlando no tuvo necesidad de ignorar a nadie porque jamás un niño se le acercó para invitarlo a jugar, todos se mantenían a una distancia prudente y evitaban mirarlo a los ojos. Un día mientras pensaba en cuál podría ser la causa de ese comportamiento la voz le susurró:
" El vacío absoluto de la muerte, la oscuridad de lo desconocido. "
- ¿A qué te refieres?
" No pueden comprenderlo, sólo lo perciben. "
- ¿En mí?
No hubo respuesta. Tomó nota.
Bajo las luces azules y blancas del patio la apariencia angelical de Angie resaltaba de forma perturbadora incluso a la distancia. Le pareció que flotaba hasta las rejas del fondo, donde se aferró a ellas queriendo atravesar aquél obstáculo y perderse en las tinieblas…
" Con sus amigos."
…y aunque no podía ver su cara se le ocurrió que intentaba hablar. La idea le dio escalofríos.
- ¿Amigos? – murmuró. – Esa niña tendrá amigos cuando yo los tenga.
Y aún con una sonrisa nerviosa la vio volver a entrar.
Conocía la historia. Apenas llegaron a aquél exclusivo mundillo, la señora Bell se había encargado de contarle a su madre la noticia del milagroso nacimiento de su única hija por primera vez, luego la habrían escuchado sólo unas mil veces más.
- Le pusimos Angie por que es nuestro ángel – empezaba cuando se encontraba con alguien que no conocía la historia. – Nació con dos deformaciones parecidas a pequeñas alas en la espalda como si se hubiese estado convirtiendo en ángel antes de nacer - y se desviaba por detalles exagerados y otros inventados a última hora.
Pero a Orlando le inquietaba aquella niña, y todo ese cuento de hadas no calzaba con aquellos fríos ojos azules inexpresivos y ausentes. Sentía que había algo oscuro tras sus facciones perfectas, algo perfectamente disfrazado.
Suspiró y miró el bosque, recordando el intento de Angie de hablarle a la oscuridad y por un segundo tuvo la certeza de que había algo ahí dentro.
Algo que la había escuchado. |