Transpiraba pasión aquella cama en la que la noche anterior nos habíamos amado como animales, como solo dos amantes, victimas de un amor prohibido, saben hacerlo.
Al abrir los ojos comprobé que ya no estabas a mi lado, y que en tu lugar la almohada me daba un frío abrazo lleno de soledad.
Viré a la izquierda y pude contemplar tu espalda desnuda, que hubiese sido una imagen reconfortable de no haber sido por la pistola que descansaba dentro de tu mano.
Te acercaste lentamente y miraste con frialdad a mis ojos, que creíste dormidos. Yo por mi parte no quise despertar de mi preinconciencia y preferí seguir intuyendo cada movimiento tuyo, como si la transparencia de mis parpados adivinara tus intenciones.
Pude sentir tu cara acercarse a la mía, e inmediatamente tu aliento acelerado rozando mi nariz atravesó mis mejillas para perderse luego en el aire tenso de aquella habitación.
Rápidamente, y después de juntar tus labios con los míos, te retiraste hacia atrás y apuntaste el arma en dirección a mi rostro. Te imaginé entonces sobre mí, con tus piernas a ambos lados de mi cuerpo, con tu seño fruncido y tus ojos mojados al igual que tus manos, empapadas de desesperación.
Podría haber saltado sobre ti y quitarte el arma, pero era más fácil esperar, con los ojos cerrados, que aquella bala se adueñara de mi vida.
Comencé a transpirar esperando tu disparo, el cual se transformó de un momento a otro en un cálido abrazo, acompañado por un llanto cuyas lágrimas se confundieron con mi sudor.
El abrazo me devolvió la calma, pero fue justo cuando mi corazón retomaba su pulso normal y mis ojos por fin se abrían que la bala atravesó tu cuerpo para poder llegar al mío e internarse finalmente en aquella cama.
Fue así como el escritor dio un triste final a su novela. Fue así como nuestra vida llegó a su FIN.