Mi vida era una ficción y mi ego mayor que mi biología. No pretendo definir el arte, pues el acto en si sería una contradicción con mi condición de artista. Mi finalidad, el arte por si misma. Mi arte, el error. Vivía bajo la directa “no regla” de vivir sin reglas, y constantemente conflictuado por tener más cosas en mi cabeza de lo que mi decodificador podía decodificar.
Esta filosofía del error fue un accidente, y no, pues pienso que es humanamente humano crearnos problemas. Justo ahora, temporada de muertos en México (Y esto lo digo con todos los sentidos dables a la frase. Es temporada de las fiestas de muertos, fiestas con muchos tragos, mas bailes y muchas más lagrimas. Y temporada de muertos porque la gente muere sin cólera, gripa ni razón, esto no por exceso de odio ni falta de placer, sino por una política nacional, morir por morir, quizá para eliminar la pobreza o para llenar panteones) y retomando lo precedente a los paréntesis innecesarios, en temporada de muertos solemos deprimirnos, pero no una depresión súbita, sino una depresión calendarizada, sabemos que día lloraremos, que día beberemos y a qué hora dormiremos. La nueva política exigirá llenar formas burocráticas para deprimirte en tiempo y hora, todo esto para economizar las cosas y no desperdiciar tiempo de trabajo y consumo. Me parece ridículo este proceso, pues la idea de la depresión y la tristeza es este feeling sorpresivo, pero estoy consciente que esta organización evita problemas comunes en las fiestas sorpresas, donde el festejado no se presente, evita que nos ausentemos de nuestras tristezas y dejemos tristezas solas vagando por la ciudad, contaminándolo todo, como es costumbre de las tristezas de tercer mundo. Nuestra vida consiste en crear problemas para resolverlos, pues sin estos no seriamos más que changos jugando en llantas.
Pretendemos definir todo, con el único propósito de definirnos a nosotros mismos. Pero ¿Cómo definir la indefinición? Por definición, la indefinición es indefinible, aun así creamos este círculo sin más propósito que el de no ser changos en llantas. Nos damos nombres, dioses, propósitos, calendarios, vestidos y empleos. Lo físico lo hacemos próximo, y lo invisible, visible. Nuestro delirio de dioses nos llevo a crear el tiempo, la vida, la familia, los hospitales, los psicólogos, los tacos y los humanos. Todo esto por tener más cosas en nuestras cabezas de lo que nuestros códigos pueden decodificar. El miedo de perder el control del universo nos llevo a definir el universo, esto, y repito, con el único fin de definirnos a nosotros mismos y no ser changos en llantas.
Y así fue, por estas y otras inconformidades que decidí vivir en el error, y no por costumbre, ignorancia ni estupidez, sino por arte. ¿Y por qué no hacer del error un arte? He leído en mis cuentos, (míos de autoría, pero propiedad de sus personajes) de artistas menos comunes, tal es el caso del artista del desvelo, el de lo inmóvil y en de la vulgaridad. Además en estos tiempos, donde nos sumimos en la religión del capitalismo y el consumismo, el arte en sí, es un error.
Pues sin más ni más, procedemos a mi descripción, pues es políticamente correcto que posterior a la presentación de un personaje, venga una descripción ingeniosa del mismo. Pues el personaje soy yo, y no. Soy yo porque así lo deseo, pero no soy yo porque mi comprensión no me permite comprenderme, por lo tanto este es un reflejo exagerado, unilateral y completamente parcial de una de mis fantasías en época de resaca. Soy físicamente poco agraciado, un placer adquirido, diría yo. (Yo el que escribe, no “yo” el personaje, el objeto de descripción, que somos la misma persona, y no), hoy me llamare Santiago, solo porque es sábado y está nublado. Tengo varios kilos de más, o varios litros de más, si así te acomoda mejor. Tengo barba escasa y larga, un corte de cabello creado por un azar previsto y buen gusto en ropa. Soy escritor, abogado, hijo, primo, hermano, poblano, buen partido, mentiroso, vanidoso, pero sobre todo, hablador. Tengo buenos ojos y mejores manos, besos sabrosos, lagrimas saladas, sangre dulce y roja, voz privilegiada, y no tengo tobillos, al menos no muy notables. Soy divertido e invento los mejores chistes, o al menos los más vulgares. Además soy tan revelde que escribo revelde con mala ortografía, desafiando al corrector gramatical de mi ordenador.
Me levanto tarde y duermo al medio día, me baño cuando me provoca, pero me baño bien. Mis olores naturales son seductores, no huelo a barato, así que no usos perfumes ni esencias caras. Me masturbo y hurgo mi nariz, me éxito con facilidad y cuando bebo sufro de eyaculación retardada (La única eyaculación que se sufre, las demás se agradecen). Leo tanto como mi concentración me lo permite, veo televisión por horas, cómo y camino como todos, pero con más frecuencia.
Parte de mi arte consiste en eliminar los hábitos, o al menos crear hábitos inhabituales. De esta forma hablo con corrección con los incorrectos, maldigo en la iglesia (El ir a la iglesia es parte del concepto, pues no creo en dioses humanos), cómo con las manos, soy gordo, superficial y artista. Compro cosas caras y digo que son baratas; reciclo cosas viejas y digo que son costosas y nuevas. Bailo solo, digo chistes malos, miento sobre cosas irrelevantes y soy honesto en asuntos profundos y personales. Lloro en público, confieso mis mentiras y miento nuevamente enseguida, solo para confesar que mentí nuevamente. Trabajo sin paga y me quejo de mis horarios que yo invento. Escribo todo con mayúsculas, sin acentos y con obvias faltas de ortografía, soy amante de la gramática, me masturbo en la cocina, duermo en el baño y orino en mi banqueta. Rechazo los halagos y me halaga que me alaguen por rechazar los halagos. Voy a fiestas y me quejo por tantas fiestas; leo mucho y me quejo por tantos libros; hago ejercicio y me canso; soy romántico de forma vulgar; uso puntos y coma (Y paréntesis) en exceso. Juego en una llanta como chango.
Así soy, o al menos, así era hasta Elena.
Elena es más que un nombre, es una persona, un par de tetas impresionante, una medida de tiempo. Marca mí antes y hoy. Esbelta (Sea lo que sea que eso signifique), rubia, blanca como la leche; agraciada, directa, hermosa, y repito sin cansarme, poseía un par de tetas impresionante, sonreía con los pezones y olía a lujuria. Elena no es su nombre, y si. Es su nombre porque yo así lo quiero, y no lo es, porque no existe. Así como no existe el tiempo, así como existe la nada, como no existen los rayos x, como no existe la existencia, y aun así, existe.
Ella era, es, y no es (porque no existe en su profunda existencialidad) una obra de arte por sí misma. No sé si era ese su propósito (O no lo era, porque no existe), pero me gusta pensarlo así, pues de lo contrario perdería su condición de artista y de obra de arte; y eso, volviendo al viejo habido de la corrección, le restaría valor ante mis habituales ojos correctos.
Su arte era no hablar (O hablar, puesto que no existe, y doble negación resulta en afirmación (No, definitivamente era no hablar)). Pronunciaba solo las palabras rigurosamente necesaria, dame, dime, hazme, préstame, háblame, cógeme, para, mas, menos, ya, ya no, epopeya, pendejo y Santiago (Solo porque es sábado y está nublado).
Como lo decía, ella marco mi horario, ya no me rijo más por lunes ni por martes, quizás por jueves, pero principalmente por Elena.
Inhabitualmente la conocí en el consultorio de mi proctólogo (En realidad no es mío, lo digo por meritito aprecio). Le hable así, sin pretensiones, Hola, soy Santiago, y me parece que tienes un par de tetas impresionante, Ella saco su delgado dedo de mi ano, me extendió la mano con el guante puesto, me dio un estrechón de manos con aroma a mi desayuno y dijo, Soy Elena (Se que di un listado de palabras pronunciadas por la boca de Elena, y en ella no incluí “soy, ni incluí “Elena” o el olor a mi desayuno que se pronuncio por cuenta propia, pero la verdad es que mentí, o podría mentir ahora que digo que pronunció Soy Elena, pero eso, amigo mío, es parte del asombroso misterio de la historia). No tardamos más de diez minutos en coincidir, a mi me gusta hablar y a ella escuchar, así sin complicaciones. Nunca supe la historia de Elena, solo sabía que siempre había sido mujer, que se había desarrollado a temprana edad, que era detective anal y que no hablaba más de lo necesario.
No tardé más de seis horas después del saludo para llevarla a mi apartamento (Mi apartamento no es tipo estudio, ese era uno de mis errores como artista. Al contrario, es un pequeño apartamento de dos recamaras, una cocina aun más pequeña, un baño y unas sala que comparte espacio con el comedor; todo esto envuelto en un papel tapiz floreado, digno de la casa de mi abuela), le invite una copa de whiskey barato, intente comenzar una charla ligera, de esas de las que a nadie le importa pronunciar ni escuchar, pero a las que estamos atados sí es que queremos tirarnos un clavado en la jugosa piscina escondida entre esas largas piernas; ella no me respondía más que lo necesario. Pensé en preguntar sobre su trabajo, pero ¿El escuchar sobre sus misterios anales no restara mi libido? Además sobre su trabajo, solo me diría lo necesario. Realice mi ritual, casi perfecto, de conquista; un par de preguntas, seguidas de un poco de presunción, seguida de falsa humildad, seguida de demostración de compasión y sentimientos, seguida de una confesión demasiado personal, seguida de un chiste, seguida de una caricia, seguida de tres silencios, seguida de un beso, y de ahí, el chapuzón. Fallo. Me quede a la mitad, pero si ella no participaba, si ella no se ponía la soga al cuello, aquello no fluida como de costumbre. Al final la respuesta me callo del cielo, o en este caso, me subió del pene. Ella era una artista, así que la forma de seducirla solo podía ser el arte, el arte del error. Me deje de rodeos y le dije, Elena, tengo necesidad de arrancarte la ropa, de morderte ese par de tetas impresionante, de hacer el intento de nadar dentro de ti, de cogerte hasta cansarme, y después, cogerte de nuevo. Después lo hice. Solo que omití el Cogerte de nuevo, por cansancio, y porque, como parte del error, evite mi orgasmo sexual y me quede con un dolor de huevos tan placenteramente erróneo que me creo un orgasmo de arte.
Ella no me visitaba, se quedo a vivir en mi casa desde ese día. Nuestra vida era medianamente normal, al menos tan normal como podría ser para alguien como nosotros. Parte de mi arte consistía en no ser exactamente contrario a la conducta de una persona normal, porque sí basaba mi arte en la contradicción o la exclusión de lo correcto, seguiría teniendo mis bases en la corrección, por lo tanto mi incorrección se derivaría de de la corrección, y esto le da una jerarquía inferior. Elena me amo en silencio, y yo la ame en el error. Por desgracia y por fortuna los ojos no se pueden cambiar, ellos nos responden a nuestras intenciones, sino a nuestros instintos. Ellos están más allá de la corrección y la incorrección. Ellos fueron el puente de nuestro amor, nuestra comunicación más cierta. Sus ojos nunca se callaban, y los míos no se equivocaban. No sabía si nuestro amor se construía de la admiración, o de la idea de que mas allá no había nadie para nosotros.
Elena hablaba con Mantequilla, mi gato, más que con cualquier otra persona (mi gato no es persona, pero tiene nombre propio y eso le da personalidad), caminaba ligera y sensual, con ese movimiento de caderas felino (Elena y Mantequilla, las dos caminaban así). A los diez días de estar juntos despertamos en el suelo de la sala, la mire por unos segundos y le dije, Te amo desde que metiste tu delgado dedo en mi ano, con tan naturalidad como si me conocieras desde años, te ame cuando te dije quien era, y tú me dijiste, yo sé quién eres, eres Santiago; te ame cuando te confesé mis más profundos dolores y tu dijiste, que mal; y cuando te conté mis momentos más felices y tu dijiste, que bien. Te amo ahora porque sé que me amas, y te amare siempre porque no hay nadie más a quien pueda amar. Elena apretaba mis brazos con fuerza mientras le decía esto, su cara se humedecía con lágrimas que precian no tener fin. Me abrazo con fuerza mientas mordía mi pecho. No dijo nada.
Hoy me llamare Santiago, solo porque es martes y está nublado. Tengo varios kilos de más, o varios litros de más, si así te acomoda mejor. Tengo barba escasa y larga, un corte de cabello creado por un azar previsto y buen gusto en ropa. Soy escritor, abogado, hijo, primo, amante, hermano, poblano, buen partido, amado, mentiroso, vanidoso, pero sobre todo, hablador. Tengo buenos ojos y mejores manos, besos sabrosos, lagrimas saladas, sangre dulce y roja, voz privilegiada, y no tengo tobillos, al menos no muy notables. Soy divertido e invento los mejores chistes, o al menos los más vulgares. Además soy tan revelde que escribo revelde con mala ortografía, desafiando al corrector gramatical de mi ordenador, y si quisiera no lo escribiría, pues el silencio puede resultar más desafiante. Me levanto tarde y duermo al medio día, me baño cuando me provoca, pero me baño bien. Mis olores naturales son seductores, no huelo a barato, así que no usos perfumes ni esencias caras. Me masturbo y hurgo mi nariz, me éxito con facilidad y cuando bebo sufro de eyaculación retardada (La única eyaculación que se sufre, las demás se agradecen), cuando no tomo, la provoco. Leo tanto como mi concentración me lo permite, veo televisión por horas, cómo y camino como todos, pero con más frecuencia. Hablo por horas solo, pero con dirección a Elena. Amo en silencio y en el error.
Elena se levanto temprano, como de costumbre ese martes. Regreso de su trabajo en la oficina del doctor (Aquel que ya no es más Mi doctor, pues ya tengo a Mi Elena), se quito la ropa y entro a la casa. Me observo desnudo haciendo cosas no acostumbradas (Pues no tenia costumbres), se paro frente a mí y dijo.
- Tu incorrección es perfecta, un arte tan perfecto que no podría ser más correcta aun que así lo intentaras.
Ese fue el final de mi error, mi arte se desvaneció junto con esas últimas palabras de Elena. A continuación me puse traje, corbata y fui a buscar trabajo en una oficina.
Elena me dejo.
No dijo adiós.
Jaime Carcaño Hernández. |