Las historias acerca del cementerio se habían convertido en un motivo de curiosidad para nuestra imaginación juvenil, teníamos dieciocho años deseosos de mostrar valor frente a la fantasía alimentada en la tradición del pueblo. Una noche, fuimos los cuatro, yo llevaba la guitarra, pues mi osadía era cantar una milonga al lado de una tumba, nos metimos por la parte de atrás, hacía frío y el farol apenas alumbraba nuestro paso entre los árboles. Atravesamos la parte vieja, habitada por malezas y tumbas abandonadas, el gringo Salvatelli tropezó con algo, la luz del farol iluminó un cráneo amarillento y sucio, las cuencas de los ojos, negras y profundas, provocaron un miedo hecho de escalofríos y de piernas flojas.
“Yo me voy”, dijo Carmelo.
“¡Ahora que estamos llegando al centro, ya estamos pasando lo peor!”- le contesté. El negro Aguirre permanecía mudo. El objetivo era un mausoleo, el de la familia de los Rodríguez Aguada.
Llegamos a duras penas, caminábamos con el paso lento y torpe, el frío de la noche, los pasadizos angostos y oscuros, el temor a nuestros propios fantasmas, hicieron del tiempo una eternidad. Carmelo puso el farol en el umbral de la entrada, debajo de la enorme puerta de hierro, o por lo menos a nosotros nos pareció gigantesca. El Negro, con las manos temblorosas, empujó la puerta, al abrir una de las hojas el ruido agudo, como una queja de agonía estremeció nuestro cuerpo, el olor a humedad y a encierro nos hizo llevar las cabezas hacia atrás. Cuando, desde la entrada, iluminamos el interior, un entretejido de telas de arañas caía desde el techo formando pliegues a la manera del recogido de las cortinas que se ven en algunas casas de los vecinos ilustres.”
Chocha, Juan José y yo, en la penumbra del comedor de diario, en el extremo de la larga mesa a cuyo alrededor la abuela sentaba a quien tenía hambre sin discriminar sexo, edad o parentesco, escuchábamos al abuelo sin pestañear. Era un viejo cuento, un recuento, sin embargo para nosotros cada vez que el abuelo lo narraba el relato se convertía en una fuente de nuevas imágenes, tenía ese extraño y atrayente colorido de lo misterioso. La botella de grapa con miel brillaba junto a las copitas que la abuela ofrecía generosamente en las noches de invierno. Y, a la vez que el cuerpo se calentaba, el alma infantil se torturaba con las imágenes de la narrativa .
La apuesta era pasar a cantar y tocar la guitarra. Carmelo y el gringo Salvatelli entonarían una canzonetta italiana y yo tocaría una milonga, el negro Aguirre era el encargado de la luz. Era una noche helada, creo que ya se los dije antes, el paño grueso de las capas no era suficiente para el frío que sentíamos. El temblor de la mano del negro hacía que la luz del farol reflejara curiosas e inquietantes formas en la pared del frente de la tumba. Un chillido vino del interior, nos apretamos unos a otros, el negro tenía los ojos brillantes y de espanto, le tomé la mano en un gesto poco usual para los varones de la época, pero la situación nos había hecho débiles como mujeres.
¿Qué puedo decirles? Ninguno se movía, el miedo nos dejó quietos como los mismos muertos que nos acompañaban. Comencé a arrepentirme y cuando estaba por decir “volvamos”, un gato salió corriendo del interior.
“Mal presagio. Hay que respetar los muertos” – dijo Carmelo. Sin embargo para el resto de nosotros fue un alivio, “un simple gato” dijimos a coro.
“Basta de tanta imaginería y terminemos con esto”- expresé yo.
La abuela había traído maní tostado, la ansiedad provocada por el relato vaciaba los platitos del crocante y tibio contenido. Otras veces, lucían, almibarados, los pastelitos de dulce, pero nunca platos vacíos, la mesa desnuda no era costumbre en los días de la abuela.
Al fin llegamos, Carmelo y Salvatelli cantaron tímidamente, los tanos, animadores de fiestas con sus voces de tenores eran dos pajaritos desplumados ensayando sus primeros trinos. Por respeto –yo estaba temeroso también- no dije nada y tomé la guitarra, la milonga salió triste, un llanto quedo, una canción de muerte a la que nunca más pude interpretar.
Ya al fin del cuento apuramos al abuelo, mamá y los tíos nos decían, desde la cocina, que era la hora de irnos. Partimos comentando la noche trágica de la visita al cementerio, nosotros apenas habíamos pasado por la puerta alguna vez y esos cuentos del abuelo lo rodeaban de misterio despertando en nosotros una curiosidad casi morbosa.
La gente era bastante ignorante y creían en aparecidos, almas en pena, como se decía comúnmente. Hoy las cosas han cambiado. Yo me acuerdo de algunos cuentos del abuelo Juan y de mi padrino don Hipólito que era cochero del cementerio y tenía muchas anécdotas, como la de la mujer vestida de blanco que él llevó como pasajera a las nueve de la noche. Según Hipólito, era hermosa, de rostro pálido y grandes ojos oscuros. Cuando la mujer subió en el puentecito de la cantera, sin hablar, los caballos se dirigieron- como llevados por alguna orden ajena a él- al cementerio, en la puerta la mujer bajó y se esfumó, desapareciendo ante su vista. Cuenta don Hipólito que durante ese trayecto no atinó más que a obedecer el camino que tomaron los animales, tenía tanto miedo que cuando dejó el cementerio apuró el coche sin animarse a dar vuelta la cabeza.
Ustedes pueden imaginarse que, con esos cuentos, la gente se sugestionaba y mezclaban la realidad con las creencias. Don Hipólito y el abuelo eran amigos, por eso terminaron siendo compadres cuando yo nací. El día de la apuesta sobre ingresar a una tumba y cantar, don Hipólito los había llevado y los estaba esperando afuera.
Mamá, sentada en su sillón hamaca, tejía un gorro azul mientras mis hijos la escuchaban atentos en esa tarde de invierno. El cubrecama inmaculado, las flores multicolores sobre el toilette, un aroma fresco de colonia hacían de la habitación de mamá un lugar acogedor en el cual los nietos se cobijaban al igual que en sus brazos regordetes y tibios.
El abuelo Juan era medio bohemio, pero un buen carpintero, un artista con la madera, sólo que no sabía hacer dinero, diferente a su hermano Humberto que se dedicó la construcción. Si al abuelo se le presentaba la ocasión de una noche de guitarreada y vino ahí estaba él y los amaneceres lo encontraban sentado con sus dedos en las cuerdas acompañando el origen del día.
La noche de la apuesta fue así, ellos debían cantar y tocar la guitarra en la tumba de una vieja familia, era una construcción grande, en el frente tenía un friso romano, un ángel de piedra, gigantesco, semi inclinado, con las alas recogidas, lo bordeaba con un gesto compasivo gesto y doliente en el rostro. La puerta de hierro negra acababa el imponente mausoleo que, abandonado hacía mucho tiempo, daba muestras de la decadencia de algunos apellidos y del esplendor de otras épocas.
Era una noche de invierno, vestían unas grandes capas de paño largas, seguramente eran las únicas que tenían, corrían tiempos de miseria, el abuelo contaba que el temblor en el cuerpo se debía más al miedo que al frío. Cumplieron la promesa, entraron, cantaron y el abuelo Juan tocó la guitarra como estaba previsto. El que llevaba el farol era el más temeroso, no estaba muy convencido de la propuesta y al final aceptó con la condición de que él no haría nada, se encargaría de iluminar el lugar. Cuando ingresaron a la tumba se encontraron con un pequeño oratorio, pero el objetivo no era quedarse ahí, dándose cuenta que para llegar a los nichos debían bajar una escalera de hierro. El sótano era profundo y dos de las paredes con cinco nichos en cada una, impresionaron a Aguirre al momento de iluminarlo. Temblaban tanto sus manos que el abuelo le dijo que, a la salida, él llevaría el farol, porque si se les derramaba el aceite era peor.
Al momento de salir el abuelo iba adelante, subían la escalera con dificultad, en el silencio, el ruido, provocado por las pisadas sobre los peldaños envejecidos y destruidos por el óxido, vulneraban la poca seguridad que les quedaba. Cuenta el abuelo que él apenas pudo tocar la guitarra. Cuando ya estaban en el oratorio, un grito ahogado, proveniente del sótano, los detuvo. El abuelo levantó la lámpara para iluminar mejor, caído en el piso, con la capa enganchada en el extremo inferior del pasamanos de la escalera, estaba Aguirre. La cara, con los ojos desmesuradamente abiertos y la boca torcida, eran la imagen misma del terror, según cuenta el abuelo.
Enmudecidos de pena y de culpa lo buscaron a don Hipólito, cargaron el cadáver en el coche, había sido un simple accidente, al subir la escalera se le enganchó la capa, pero el susto fue tal que aquel infeliz creyó que algún fantasma lo tiraba para atrás. Decía el abuelo que aquella milonga triste había hablado por sí misma.
Mamá dejó su tejido, mis hijos seguían preguntando acerca del relato, el atardecer de julio anunciaba una noche muy fría, tal vez como aquella en que don Hipólito tuvo que llevar en su coche “un muerto de susto”.
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