Capítulo III:
DE LAS BATAS BLANCAS
La paciencia de Margarita es épica y esperanzadora, comparable sólo con la de Penélope y su fiel vigilia a que Odiseo regresara de la Troya en llamas.
Pero todo suele tener un límite y aquellas noches de invierno fueron siempre motivo de discusión en la hacienda, cuando por culpa del frío, al pobre Jevo, con ya treinta y tres años en su cuerpo, le destrozaba el dolor de sus piernas.
-Tienes que ir al médico y hacerte ver.
-Ya sé lo que me ‘irá, Operación, unas pomadas o pastillas pa’ calmar el dolor, o reposo.
-Te haría bien el descanso. Nada logras reventándote con el trabajo. Además, tú no puedes…
-¡No me diga que no puedo, Marita! Eso es mi deber como esposo, y como tal, no se ignora y punto.
Trató de incorporarse de la cama, para dar inicio a otro día de faena, pero su pierna derecha, torcida y con calambres, se negó a cooperar.
Hubo un silencio de minutos en los que Jevo luchaba mentalmente contra su porfiadez y el dolor disimulado. Finalmente se rindió.
-¿Por qué no vas a buscar a Juan? El podría ayudarme.
-¡Evaristo!, por Dios, Juan es veterinario. No estás en su lista de pacientes.
-¡Lo sé, lo sé! Pero aparte de ti sólo confío en él y algo debe sa’er.
Margarita fue en dirección a la puerta de calle.
Jito, aún sentado en su cama, con respiración de estatua, meditaba y sufría por todos los males que obligaba a arrastrar a quienes le rodean.
Luego de un par de horas, la casa volvió a llenarse de voces. Eran tres en total.
-A ver, ¿Dónde está el porfiado? –dijo Juan, irrumpiendo en la habitación, con confianza de hermanos. Jito respondió sólo con una sonrisa. Tanto pasó sin pronunciar palabras, al dejar con libertad sus pensamientos, que su voz parecía una burda imitación de fumadores sin faringe.
Le seguía su mujer y una tercera figura, que atravesó el umbral de la puerta con un tímido “permiso”. No tendría más que veinticinco años y la piel pálida, de quien ha pasado un cuarto de siglo escondiéndose del sol bajo tierra o detrás de los libros, que es prácticamente lo mismo.
-Él es Andrés Durán, acaba de instalarse en el consultorio esta semana –decía Margarita a modo de presentación de quien visitaba por primera vez los terrenos del cojo.
Le extendió nerviosamente la mano, gesto al que Jevaristo respondió de mala gana. Si bien nuestro protagonista no alcanzaba aún los cuarenta. Su carga le sumó unos cuantos años a su semblante y actitud. Era un viejo cascarrabias.
-Bueno, los dejamos solos –dijo Margarita empujando a Juan Segura a que abandonara la habitación con ella.
-Pórtate bien con el cabro, mira que sabe lo que hace… -el doctor de animales no alcanzó a terminar su frase de despedida, mientras la puerta se cerraba dividiendo la casa en dos dimensiones.
El joven profesional dio sus primeras órdenes, al mismo tiempo que sacaba sus herramientas sin uso de un bolso pequeño y negro, también nuevo.
-Acuéstese, por favor.
-No puedo –respondió Jito desafiante- a mí nadie me da órdenes en mi casa. ¿Entendió?- el cojo sentía las risas apagadas de su compadre Segura, al otro lado de la puerta y, acto seguido, como Margarita le retaba.
-Déjeme ayudarle entonces.
-¡No me toque, mocoso! Que aún no soy ningún mueble.
Luego de un par de minutos y de desparramar unas cuantas maldiciones, Jito estaba acostado de espaldas respirando agitado pero con satisfacción.
-Creía que no sería capaz ¿cierto?
-En realidad Don Juan, nunca se me pasó eso por la cabeza.
-No me llaman Juan. Juan es mi amigo y se presta pa’ confusiones. Tampoco me dicen “Don”, eso es pa’ lo’ que tán a punto de meterse al hoyo ‘e gusano’. Lo’ que me conocen, me dicen Jito, Jevo o Jevaristo. Pero usté’ cabrito, dígame señor Moscoso.
-Como usted quiera, señor Moscoso –respondió el joven con paciencia de santo y sonriendo.
-¿No será medio maricón usté’?
-Para nada, tengo novia y planes de casarme.
-Aah, eso es bueno. Siempre hay que mantener ocupado al corazón. Sino uno se enferma -rió un poco, tosió otro y volvió a reír más apagado.
Pasaron unos veinte minutos en los que el doctor revisó en silencio a Jito y anotaba unas cuantas cosas en su libreta. Hacía preguntas específicas. De hecho, tal como pasaba con el cojo, al de la bata blanca se le sumaban los años, por la actitud aprendida en las aulas.
Jevaristo, ya menos enajenado, de vez en cuando preguntaba sobre su situación. Andrés, por su parte, le explicaba cada detalle de lo que hacía.
Cuando el universitario finalizó y guardaba sus herramientas, en silencio, el paciente no lo soportó más y bramó.
-¡Y bien doctor ¿cómo estoy?!
-Si continúa con este ritmo, señor Moscoso, muy pronto no habrá más remedio que una silla de ruedas o darle el pésame a su señora –a medida continuaban sus palabras, Jito tragaba saliva intentando desatar un nudo en su garganta, sin éxito- Su desgaste físico ha comprometido no sólo sus extremidades sino también otros órganos donde revota cada una de las fuerzas desmesuradas que realiza en el campo.
La recomendación del doctor Durán fue que nuestro amigo, se buscara un ayudante. Algún peón que le diera tregua a la jornada.
-Todos se largaron de San Carlos. Sólo que’amo’ un montón de viejos y yo.
-¿Y algún hijo? –preguntó Andrés, ignorando que uno de las cruces que cargaba Jito, durante esos largos quince años, era la de no cumplirle a Margarita su sueño de tener la presencia de una niña o niño, corriendo al interior y al exterior de la casa. Una familia. En parte por el complejo de su cuerpo y por uno de los grandes miedos que inmovilizan la acción humana. El de defraudar.
Andrés al notar que la cara de su paciente se le igualaba en palidez, resolvió despedirse y abandonar la habitación.
Afuera lo esperaba Margarita quien estuvo inquieta durante la media hora de la visita. Llenó de preguntas al joven, mientras a este sólo le interesaba respirar un poco de aire.
Segura por su parte, no se interpuso en el camino del médico y optó por echar un vistazo a donde se encontraba Jevo, quien le hizo un gesto para que se acercara.
-Juan, apenas se vaya este pelotudo y me ponga de pie, me llevas a donde Manuel.
-¿Manuel? No me digas que todavía le crees a ese farsante.
-No se trata de eso. Manuel hace su pega sin meterle mie’o a la’ persona’. No como esto’ pendejo’ que recién toman un cuchillo, se creen confidente’ de la pelada. Como si no supiera uno que se va a morir igual.
“Unos antes, otros después” dijeron al unísono. |