Por fin decidió salir por el espejo. Se dirigió al bar -al primero, al de los espejos- y caminó resuelto hacia este. Lo atravesó sin complicación y sin regresar (como la lógica indicaba) al estacionamiento, donde encontró aquel mundo surrealista.
Se encontró con un laberinto de bardas rústicas inconclusas. Era de noche y se percibía un ambiente lúgubre, gélido. Volvió a sorprenderse como la primera vez que tuvo conciencia de que los bares se repetían. Lo mismo sucedía con el callejón: caminaba sin ningún sentido hacia ningún lugar, parecía un episodio de alucinaciones.
Comenzó a escuchar murmullos, que lo exasperaban hasta el borde de la locura: era un rumor continuo, molesto, agresivo, infernal, que se le colaba en el alma y lo hacía sentir náusea espiritual, hastío y desamparo.
Primero fueron confusos y diversos, después se fueron desdoblando e individualizando hasta cobrar sentido y los identificó como voces históricas que le contaban una leyenda desconocida, jamás contada.
Todos los lamentos de los débiles, de las cortesanas, meretrices, el dolor del abuso, de la desesperanza... Escuchó idiomas indescifrables que por alguna razón se le filtraban en la conciencia y entendía que eran la confidencia de la historia a un testigo casual que apareció en ese lugar y en ese momento, sin más objetivo que el de vivir una aventura sin principio ni fin.
En la locura de su fantasía, entendió que se trataba de las mujeres representativas de la historia del hombre, formadas en orden cronológico para relatarle sucesos que sólo para él tenían sentido, o que sólo él podía escuchar.
En lo que parecía un círculo ceremonial, se encontró figuras difusas que siguieron hablándole de las cosas que sabía de oídas y otras que se imaginaba. Identificó algunas como a “la Chotis”, a “Santa Magdalena”, a “la Flaca” y a la misma doña Juana. Hubo otras que no tenía idea de quiénes fueran.
Había una principalmente hermosa a pesar de su difusa imagen fantasmal. Parecía una antepasada directa de “la Chotis”. Era una mujer de belleza peculiar, morena, de rasgos finos, larga cabellera negra. Sin duda, por su atuendo, provenía de la época de la Conquista.
Se dirigió a él como si lo conociera y tomó su rostro en sus manos y le murmuró al oído un secreto tan eterno como el universo.
Cándido volvió sobre sus pasos, como hechizado, y volvió a filtrarse por el espejo, seguido por la misteriosa mujer.
Conversaron largo tiempo. Ella hablaba en un claro español, pero utilizaba con frecuencia términos en náhuatl.
El mesero escuchaba con frecuencia "¡aaayo...!" cuando ella enfatizaba alguna idea de la conversación.
Mallinali era su nombre y, como hizo doña Juana en esa mesa, le contó su historia con detalles:
El destino la llevó a ser meretriz. El tonalpohualli (calendario azteca) le señaló su destino en el momento de nacer; había llegado al mundo en un día ce calli (uno casa) y eso la marcó de forma ineludible para ser cortesana, una maqui.
El concepto de prostitución en la gran Tenochtitlán era diferente al de los españoles, quienes tenían a estas mujeres en lo más bajo de la escala social.
Por el contrario, las maquis eran mujeres que tenían un status social alto, reconocidas socialmente, y el acto sexual era toda una ceremonia donde se utilizaban estimulantes que maximizaban la experiencia: "¡Aaayo...!”
Las mujeres consideradas prostitutas públicas o adúlteras sí eran escarniadas por la sociedad, tanto, que el adulterio se castigaba con la pena capital. "¡Aaayo...!”
Le contó de cómo sufrió las vejaciones al ser regalada a los españoles con costumbres y hábitos desagradables y extraños para los hábitos de los mexicas.
Cándido estaba extasiado con la conversación de Mallinali y embebido por su belleza.
Ella le volvió a tomar el rostro, confundiéndolo con los de sus amantes de su historia, y le dijo:
- Sólo tú, señor Álvaro, me trataste con cuidado y ternura.
Aprovechó la confusión a propósito y se fueron a “la habitación de los sueños”.
Mallinali preparó el ritual con toda parsimonia y esmero; frotó por todo el cuerpo de Cándido una hierba que traía entre sus ropas. En un anafre improvisado dejó consumir infusiones y dio a comer una raíz amarga que él masticó sin protestar.
La habitación se abrió a los cuatro vientos y Cándido entró en Mallinali, incluso hasta su espíritu, y entonces comprendió lo que las palabras no pueden describir de la experiencia: se vio dentro de ella y ella miró a través de sus ojos. Estaba sorprendida porque vio cosas que jamás creyó que existieran: objetos de metal desplazándose, objetos de plástico que formaban figuras inimaginables, lugares llenos de fuego controlado, inventos fuera de toda imaginación, pájaros de metal que volaban, animales (o lo parecían) metálicos llenos de personas, yendo de un lado hacia otro y, en esa loca alucinación, le preguntó:
- ¿Quién eres tú?
Pero se dejó seducir por la paz y el caudal interno de aquel ser casi místico y por un momento pensó que estaba haciendo ahuilnema (acto sexual) con Quetzalcóatl.
Él por su parte se metió en el cuerpo de ella y sintió su parte femenina; se descubrió en el cuerpo de Mallinali, exploró su piel con delicia. Sin dejar de lado su parte masculina, era un gozo experimentar la sensación de unión carnal y a la vez percibirlo desde los dos puntos de vista.
Una y otra vez forjaron explosiones de placer arrebatado, pasión fundida con el todo, él y ella uno solo. Estallaron al unísono creando un génesis del placer. Multitud de chispas luminiscentes en un universo propio de dos seres cuya coincidencia es un universo imaginario imposible.
En un espacio sin límites, en un tiempo de paradojas, sintieron el viento, las hojas, el agua, el fuego, la vida, los aromas, percibieron el transcurrir del tiempo que no existe. Al fin y al cabo es un invento humano…
|