EL CAMBIO
Llevaba muchas horas caminando por la ciudad, al acaso, sin entretenerse, casi arrastrando los viejos zapatos, simplemente vagando entre los que iban y venian como él por las aceras. Se detenía frente a las vidrieras de las tiendas y nada de lo que contenían le llamaba la atención. Todos le miraban. Por un instante pensó que debía ser por la barba ya canosa y seguramente sin cuidar. Tenía cuarentiocho años de edad y ya estaba obstinado de ser siempre el mismo y más que cansado de la rutina de salir a caminar todos los días sin rumbo fijo. No quería andar más. Abandonaría la calle de una vez por todas. Varias veces se lo había prometido, pero siempre fallaba. Nadie lo saludaba, todos lo eludían cediéndole el paso, abriéndole camino para no rozarlo, como si apestara, los niños le temían y rechazaban y de lejos se burlaban de él.
A duras penas fue adivinando el camino de regreso a su casa. Preguntaba y nadie sabía ni lo reconocía para indicarle una dirección que pudiera ayudarle. Había salido en la mañana pero le parecía que intentaba retornar a la casa por primera vez en varios años. Por momentos, como relámpagos, se ubicaba y se daba cuenta y a medias se extrañaba de que no era mucho lo que podía recordar y reconocer a su alrededor. Estaba confundido. Y desorientado. En esos mínimos instantes sentía su depresión y desvarío. Aquella idea de la transformación de sí mismo inundaba su cerebro y su espíritu por momentos muy fugaces. Pero un segundo después volvía a su realidad y ya no sentía ni extrañaba nada. Y seguía caminando. Su mente era un ir y venir de diferentes mundos, con instantes de vislumbres y conciencia y largos períodos de turbulencia.
Cuando cruzó el parque se sentó en uno de los bancos pintados de rojo que estaban junto al lago. Le gustaba mirar caminar y nadar a los patos, y ver la hierba, y las nubes, y la serenidad del agua. Llegó a recordar que allí siempre se sintió más tranquilo que en cualquier otro lugar. En seguida se le acercaron dos hombres que como él andaban buscando sus casas, se sentaron a su lado y lo saludaron por un nombre que le sorprendió y que de seguro no era el suyo. Estos aparecidos se reían sin cesar y hablaban con aliento de alcohol. Las palabras les salían pegajosas. Pero no les dijo nada, simplemente les devolvió el saludo con un gesto de las manos y aceptó el trago que le ofrecieron directamente de la botella. Ya eso le había sucedido muchas veces y la mayoría de ellas se iba sin reconocerlos. Todos los que se le acercaban parecían ser una misma persona que durante mucho tiempo daba vueltas a su alrededor. Se levantó y se fue sin despedirse y sin hablar una palabra. Los pies le pesaban cada vez más, andaba muy lento, con las piernas indecisas y pasos cortos, como si arrastrase una larga cadena de plomo. Y en verdad la arrastraba.
Con muchas dificultades y después de dar varias vueltas, igualmente entre largos intervalos, por fin llegó ante la casa que había sido de su madre y entró sin extrañarse de encontrar la puerta sin cerrojo. La había dejado así. La sala estaba desordenada y exhalaba un fuerte aliento de humedad que sofocaba todo el ambiente. Sobre la mesa del comedor, muy desordenada también, con el polvo del encierro resaltando sobre ella y adherido a cada objeto que sustentaba, estaban las últimas botellas de whiskey que se había bebido en compañía de su soledad antes de irse, todas vacías. A un lado de ellas descansaba la pistola que su padre le había regalado unos años atrás y que pretendió rechazar junto a los ruegos de su madre de no tenerla en la casa. Allí la había dejado cuando se fue. Nunca la utilizó.
Anduvo por todas las habitaciones. Cuando la chispa se presentó de nuevo para iluminar y abrir su mente a la claridad, sintió sin explicación posible que esta última y definitiva vez sería por un período un poco más largo y que si se apuraba tendría tiempo de lograr el cambio que desde hacía muchísimo a sí mismo se exigía. Fue hasta el baño y se miró al espejo. Estaba embotado de alcohol y sucio a más no poder. Tendría que apresurarse. Se desnudó rápidamente, se bañó y se afeitó dejándose un fino bigote, como antes lo había lucido. Se lavó la boca. Se peinó como siempre lo había hecho, aunque el pelo le sobraba, con suficiente gomina para no despeinarse y con una raya en el lado izquierdo. Se rio de sí mismo y de su imagen en el espejo que lo mostraba con el pelo aún mojado que le caía hasta los hombros. Le brillaban los ojos. Todo estaba claro. Fue a su cuarto y se vistió impecablemente, con un traje azul oscuro y una corbata de rayas rojas y amarillas. Después, ya más apremiado, huyendo de la posibilidad de caer en un nuevo estado de locura, regresó al comedor y con absoluta decisión y seriedad tomó la pistola. La montó. Sin sentarse, lentamente, sin miedo alguno y sin que le temblara la mano, la llevó hasta su sien derecha. Se sintió aliviado. Respiró hondo y cerró los ojos. Y apretó el gatillo.
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