ACCA, YA PAHNI LICAN
C uando cada noche me sorprende el letargo del trabajo, donde el cansancio cotidiano se diluye ante un café, un beso y un “te quiero” que amortiguan la amargura, donde los años en su paso han dejado su huella –incommensurable en la concepción humana- de no ser socio de nuestro amo y la mejor censura es nuestra incultura; luego el silencio me sorprende frente a la inquisición de la caja idiota, donde el mensaje subliminal de los signos –con su idioma holístico, erótico y violento- me vuelcan a la niñez del viejo puerto con la vertiente calma del canal El Morro, de los faluchos maulinos con su carga alimentaria a la enlatada bodega de acopio, de los estibadores con su “perra” en bandolera, de las obreras con sus zuecas de madera, de las alambradas estacadas estilando su carga de agua del pescado salado para ser embalado, del humilde origen de las industrias pesqueras, los pensamientos son balas del pasado que me trasladan a la Rendix o a la Wirembo, con sus huelgas obreras, a las ollas comunes y al primer silabario: el libro Hispano-Americano.
La habitación del pasado tiene la puerta de siempre, vieja, cuarteada y desmoronada sobre el muro, traslúcida a los sueños, al alcohol y las palabras, donde pernoctan casi en el filo de la navaja, Freud, Marx, Engels, Lenin, Allende, Guevara, Clotario Blest y la imagen eterna de San Sebastián de Yumbel junto al metálico cristo crucificado, tras la luminiscencia de un candelabro de greda; allí donde la niñez está provista de presagios, donde se tiñen los hilos del destino para tejer la cobija que abrigará futuros juegos y sueños, el aturdimiento de las voces y donde la enseñanza es un regalo de la soberbia que va sembrando su huella, como una oveja negra en el trigal de los mercados, que el animal menos conocido es el corazón del hombre en su natural albedrío, con su gran carga de vivencias en las espaldas del tiempo, donde surge estremecido el hombre-veleta.
Despierto sobresaltado –aferrado aún a los sueños- agotado, vencido, minimizado ante la presión virtual del cuerpo de la Scheffer, que modela en la pasarela de mis pestañas las últimas creaciones de Luciano Brancoli; a la Paola Camaggi, vestida con un coqueto monokini negro, ofreciéndome la más alta rentabilidad de la última A.F.P. surgida en el mercado de los intangibles; presiento a mi lado a Aline Kuppenheim brindándome grandes liquidaciones en las grandes tiendas multinacionales; pero las tarjetas de crédito me tienen el alma corrompida y pienso en mi niñez, en la madre obrera, la fábrica, las zuecas, el pescado salándose en los toneles, el mameluco, la escuela, los pequeños sueños uniformados de marinero o de bombero… un nudo aprisiona mi garganta y se me humedecen los ojos de recuerdos.
Siento –de pronto- la inmaterial tibieza de unas viejas manos sobre mi frente, cierro los ojos frente a la pantalla y observo una viejecita de largas polleras remendadas con un añoso moño sujetando su cabellera nívea y una llamarada de inocencia en sus ojos –ella se llama conciencia-, acaricia suavemente mis pómulos sobresalientes y mirándome a los ojos se sienta frente a mí…
- ¿Cómo te llamas?... me pregunta, desorientada por el flujo de mi melancólico llanto.
- Yo soy Juan Pueblo –le respondo, encendiendo mi enésimo cigarrillo- que habito en la concentración del músculo cuando la fragua brama su calentura, o cuando me enceguecen las tinieblas del escritorio; la marejada de mis huesos me hace ser muy indomable cuando la domina el sentimiento…
- ¿Dónde vives?... me interrumpe, clavándome la daga de sus ojos sobre el cráter de los míos.
- Yo vivo según la tolerancia del destierro… ayer fui marinero en la bahía de Concepción y en el golfo de Arauco tras la pesca milagrosa; en la noche fui sereno y estibador en el puerto de San Vicente; de madrugada panificador o celador de algunas rejas, donde nacen los cementerios; en la mañana fui un obrero, mameluco al cuello o profesor primario en una escuela municipal de algún viejo barrio porteño; al mediodía fui barredor; en la tarde fui soldador, albañil o carpintero; ahora soy cesante, arrastrando mi barca de huesos por el camino…
- ¿Quiénes fueron tus padres?... dice, con los ojos humedecidos por la neblina de mi aliento.
- Mi madre es un silabario que va cosechando fatalidades y alegrías, heroísmos, desgracias, constancias y esperanzas… -ella se llama Historia- me parió en un arrebato de calentura cuando aún no tenía memoria, ahora vive de allegada en los suburbios del pueblo, en una paupérrima choza de cartones y calaminas, allí donde son relegados los desterrados del sistema… Mi padre… mi padre fue un rebelde pescador de Galilea que estuvo en el sermón del monte y en la multiplicación de los panes; él no conocía las fronteras, su oficio era la aventura y así –una tarde- cuando ya la noche se abría a la pesca, se esfumó en una barca a liberar nuevas tierras…
- Entonces ¿Porqué lloras?... tú llevas en la sangre la simiente del campesino que va sembrando auroras… tienes la sabiduría del profeta obrero que va señalando la huella de la peregrinación del hijo del carpintero…
Entonces, enjugo mi llanto en una alabanza y me siento frente a la tosca mesa de piedra, donde escribo mi largo canto de oratorio obrero…
ANDROSIUS
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