LA COLA DEL PAN.
A las diez y media de la mañana escuchó el acostumbrado tropelaje y la gritería a todo dar que le llegaba del apartamento de la vecina a su izquierda. Ésta se acompañaba con el coro de sus tres hijos pequeños en aquel concierto de voces y barullos de cada día. Parecía no terminar nunca. La imaginaba en su delgadez y abandono, con los cabellos cenicientos alborotados, con el cigarrillo de tabaco negro entre los labios y desde muy temprano atormentada en aquella lucha que para una persona medianamente normal tendría que ser como una condena extenuante de manicomio y sacrificio. Podía imaginarse a los niños semidesnudos corriendo de un lado a otro sin prestar atención y sin hacer el menor caso de lo que ella les decía. Eran incansables. Y la vecina por sí sola también.
Las voces y los ruidos, subidos de tono por la alarma de un inesperado apuro, le llegaban traspasando las paredes y ventanas al volar por los estrechos pasillos exteriores que separaban sus viviendas, a ambos lados de un muro azul pálido de metro y medio de altura de ahuecado cemento mal repellado. Pero ella simplemente los escuchaba sin molestarse y la mayor parte del tiempo sin llegar a definir lo que decían. Ya estaba más que acostumbrada a todo aquel alboroto. Además, a ella ya nada la sacaba de sus casillas, no importaba lo que dijeran, ni lo alto que gritaran ni todo el ruido que hiciesen. Los escuchaba sin inquietarse en lo más mínimo. Aquella inevitable y habitual circunstancia de agitación y desenfreno le resultaba chocante pero había aprendido a soportarla con resignación y entendimiento. No podían comportarse de otra manera. Y tenía que comprenderlo y aceptarlo porque no tenía solución ni atenuantes.
Luego escuchó a la señora cuando nombrándola para llamar específicamente su atención le gritó de nuevo a todo dar para comunicarle que había llegado el pan. Un momento después, sin callarse un instante, en medio de su carrera y vociferación, ahora parecía anunciarlo para ella y para el mundo entero a viva voz por encima del muro. Ese paredón también separaba las terrazas de los apartamentos en que vivían en aquel segundo piso del deteriorado edificio dentro de aquella elemental ciudad en el centro de la Isla. La agitación de la mujer, corriendo por la casa y saliendo a la terraza, mientras a intervalos les ordenaba a los niños que se quedasen tranquilos porque tendría que salir a la calle, anunciaba sin lugar a dudas su prisa por llegar a tiempo a la cola del pan. Y gritaba también, apurándose a sí misma, que no podía perder ni un segundo más.
La escuchó cerrar de un tirón la puerta de salida y bajar la escalera golpeando las chancletas de madera contra los escalones de cemento. La única panadería del vecindario quedaba a dos cuadras de distancia. Y hacia allá se dirigía la vecina con su desesperación, arrastrando tras sí toda la agitación que le originaba la llegada del pan y toda la que con mucho era normal en su ánimo de urgente necesidad y escasa educación. Parecía una loca.
Pero ella no se apuró, ni tan siquiera se inmutó, permaneció sentada muy tranquila en el sillón en que solía estar en aquella hora de la mañana, meciéndose, pensando, abanicándose muy lentamente. Iría a buscar el pan, sí, pero sin enloquecerse y sin carreras. Y si se había agotado para cuando ella llegase, se regresaría como iría, sin decir una palabra y sin quejarse. Si no alcanzaba para ella, pues bien, mala suerte, no comería pan ese día. Ya nada de aquel mundo hostil llegaba a molestarla, ni tampoco lograba que reaccionara como una loca empujada por la falta de recursos y carestía diaria como sucedía con casi todos los demás. Vivía sola, con su silente desencanto de la vida entera y de todo lo que la habían herido y hostigado en los últimos años aquellos resentidos y fanáticos que se montaron al carro de la Revolución. Pero no podían destruirla. Había hecho miles de colas en procura de las cosas más elementales y sus ilusiones de mejoras estaban a la espera en las gavetas más recónditas de su inmenso dolor y de sus emociones más profundas. Pero seguía firme. Internamente se había liberado de la opresión que la Revolución y sus personajes imponían con su delirio de persecución y de espionaje. Ya no les tenía miedo ni sentía ningún respeto por ellos. Y ellos lo sabían.
Pausadamente se levantó y fue hasta la cocina. Colocó el abanico a un lado, y de una gaveta donde guardaba los cubiertos sacó la bolsa plástica que destinaba para las pequeñas compras. En ella traería el posible pan. La fue doblando en mitades, quedamente y con cuidado, hasta hacer de ella un pequeño bultico. Cerró la gaveta, también sin apurarse, como si estuviese midiendo y observando su accionar calmado. Se fue a su cuarto. Estando en la habitación vio en el espejo que se mantenía bien peinada y se decidió a salir. Bajó las escaleras y se dirigió calmadamente por las rotas aceras hacia la panadería. Iba impecable con su vestido negro y su personalidad intacta, inquebrantable, sin bajar ni desviar la mirada.
Cuando caminaba, escuchaba y sentía a los demás vecinos en sus carreras mientras gritaban “llegó el pan, llegó el pan”. Pero ella no se perturbaba, seguía andando con su paso lento sin mirar a nadie, tan sólo viendo al frente, pero consciente de lo que sucedía a su alrededor. Los ignoraba, aislándose, como levantando una barrera de defensa que la mantuviese intocable dentro de aquel mundo de tan escasa calidad. La mayoría de ellos sufrían igual que ella, y soportaban resignados, pero otros muchos se merecían no tener ese pan ni nada. Anduvo las dos cuadras.
Cuando llegó frente al local de la panadería, al otro lado de la calle, la cola estaba formada por más de treinta personas que se inquietaban y peleaban por adelantarse unos a otros. Atravesó la calle y se encaminó hacia la inquieta fila para ocupar su lugar. Detrás de ella se seguían sumando todo tipo de personajes, ansiosos, necesitados, la mayoría muy mal vestidos y casi todos intercambiando palabrotas del peor gusto. Un momento después la vecina que le había avisado pasó a su lado muy sonriente con su barra de pan apretada contra el pecho. Iba muy feliz y satisfecha, como si hubiese alcanzado el mayor de los triunfos. El Sol ya empezaba a caer a plomo y el resplandor la obligaba a entrecerrar los ojos. El viento desplazaba los papeles regados por las aceras y la calle levantando el polvo que la forzaba a taparse la boca y el respirar y a cerrar aún más los ojos. Pero no le importaba, seguía resistente y fuerte ante todas las incomodidades.
Estaba de cuarta cuando anunciaron que la existencia de pan se había agotado. Y entonces sí se armó la gran protesta. Los reclamos se llenaron de gestos duros y de groserías a toda voz. Ella se quedó callada. Salió de la cola que ya se desparramaba y se paró a un lado de la calle, para apartarse del desorden recién iniciado, siempre sin decir una palabra, sin lamentarse, sin mirar a nadie. Ni siquiera prestó atención ni se fijó en los que vanamente se quedaron airados dando vueltas y rezongando frente a la puerta cerrada de la panadería. A la mayoría, con la razón de la necesidad, les dolía irse a sus casas sin el pan, impotentes y maltratados. Pero ella no, ella no sentía nada. A ella el pan la tenía sin cuidado. Metió de nuevo la bolsa bien dobladita dentro de la cartera, atravesó la calle una vez más y emprendió su regreso sin siquiera mirar a los lados.
Caminaba igual que cuando salió de la casa, lentamente, como si no hubiese pasado nada. La falta de pan no era tan importante. Habían fusilado a su esposo muchos años atrás y cinco veces le habían negado la salida del país a pesar de tener la visa, el pasaporte, el pasaje asegurado y todos los papeles en regla. A su único hijo lo habían matado en la guerra de Angola, a los diecisiete años, obligado a reclutarse, cuando aún no entendía nada, frente a su más dolorosa impotencia, quedándose vacía y aterradoramente sola. Siempre pensaba en ese hijo y en la loca malignidad de tanto sacrificio y tantos abusos absurdos. Pero se sabía fuerte. Y se reconocía capaz de contener el llanto y de soportar todas las humillaciones que pudiesen echarle encima. Porque sobre todo, y sobre todos, se sabía libre. Libre, con su certeza, con su solemnidad y con la fuerza de aquel silencio que no podrían quebrar por más que lo intentasen una y otra vez como lo habían hecho en el pasado.
Y siguió caminando, tranquilamente, hacia el reclusorio y refugio de su casa, mirando siempre al frente, bien arregladita, con su cartera bajo el brazo, sin su pan y sin lamentarse de nada. Y siguió caminando, sin ver a nadie, severamente, con toda su dignidad a flor de piel. Ya podía divisar el balcón en la fachada de su edificio. Pero no alteró su paso. Siguió avanzando con su silencio, con su fuerza interna dominando su actitud, con su inquebrantable personalidad. Jamás la doblegarían.
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