El asentamiento “La Felicidad” es un conjunto abigarrado de casuchas precarias revestidas con escamas de lata que se extiende desordenadamente sobre una vasta zona de relleno, allende un riachuelo infecto que cruza la ciudad por el oeste, serpenteante entre fábricas y barrios humildes que a falta de red de saneamiento vuelcan en él sus deshechos.
El olor nauseabundo de la basura, restos de animales descompuestos y la proliferación agresiva de todo tipo de insectos es la primera barrera que aguarda al visitante. Por si fuera poco cualquier lluvia insignificante inunda el lugar. El agua sacudida por el viento se estanca en las depresiones que criban el terreno irregular o corre vertiginosamente impulsada por la gravedad inundando a su paso, con sigilo y saña ciega, los espacios que se anteponen a su camino destructivo entre otros, los ocupados por las viviendas de la gente más pobre. La cosa es rescatar los muebles y enseres más valiosos. Los más afortunados logran salvar sus cosas cargadas solidariamente por los vecinos hasta el borde de la carretera de amplia vía. Ropa, colchones, vacas, caballos y cuanto es posible extraerle a la correntada constituye el objetivo para “seguir llevándola”. Los rostros tensos, resignados y sin tiempo para comprender por qué tatita Dios los ha elegido para sufrir, se aprestan en tales circunstancias a pasar la noche helada o soportar el clima de estepa, sumidos impiadosamente en la intemperie y la indiferencia del mundo.
Alguna vez el agua bajará...
Los fogones se prenden en la mañana y no se apagan hasta muy entrada la noche.
Es la hora del crepúsculo de un día de invierno polar, denso de nubarrones violáceos. Comienzan a encenderse las luces de los ranchos. Algunos cuentan con luz eléctrica “colgada” a una red cercana. Los focos de los autos que pasan por la carretera iluminan a listones largos los techos desparejos.
“Pobre gente chuchi, ¿viste?...”
"No me jodas...que vayan a trabajar... atorrantes..."
Los perros ladran inquietos. No es común a esas horas.
Un coche azul se detiene a doscientos metros en un camino secundario envuelto en sombras. Bajan dos "sabuesos" de civil, abrigados por grueso sobretodo y sombreros de fieltro.
Un caballo la emprende despavorido desde una densa enramada y pasa veloz frente a ellos sobresaltándolos por un instante >. Un sudor frío les hace rechinar los dientes.
Con el barro hasta los tobillos cruzan un pequeño valle de yuyos mojados. El dato que manejan de buena fuente es que el sospechoso se esconde en una tapera alejada de las construcciones más apretadas. Se trata del viejo vestuario de una precaria cancha de fútbol abandonada a su suerte. Le faltan las chapas de cinc del techo y sólo quedan en pie dos paredes contiguas mordidas por el tiempo y los robos reiterados de ladrillos. Las otras paredes desaparecieron como borradas por una goma. Una de las heroicas ruinas sostiene aún la mitad de una puerta de madera agujereada.
Un murmullo confuso tensiona al perseguido. Olfatea la proximidad del peligro como un jabalí acorralado. En segundos toma la pica y se desliza en silencio como una cobra entre el barro y los juncos de espinas. Trata de ocultarse en una zona de arbustos altos desde donde pudiese observar todo lo que ocurre en derredor.
- Gordo…seguime a diez metros pero no te hagas ver. Rodea el otro costado, estos tipos tienen los sentidos muy desarrollados, además es un asesino nato: Amartillá el “bufo”.
En el intento de sorprender a su presa el Inspector, con el revólver asido de ambas manos, ensaya un salto ágil y sorpresivo. No hay nadie. Analiza palmo a palmo el lugar hurgando en la ropa desparramada. Las brasas aún calientes…
Se halla de espaldas al acechante.
. El criminal se apoya sigilosamente en ambas piernas empuñando el útil homicida. Salta como despedido por un resorte en pos de acertar con el golpe fatal.
…¡¡¡Cuidado Beto¡¡¡ grita el gordo.
Instintivamente el Inspector se hace a un lado con un movimiento felino, no sin antes recibir un corte que le quema el codo izquierdo.
Suenan dos estampidos. El sujeto se retuerce tomándose el vientre. Tras breve agonía vuelca la cabeza, exánime.
- Te debo la vida, "gordo" querido.
- Dejate de joder Beto...
Hace girar la llave empujando suavemente la puerta. Lo recibe el silencio y el penetrante olor a lavanda perfumada, mezclado con el que despide la ropa puesta a secar junto a la estufa.
Se despoja con displicencia del sobretodo ubicándolo sobre el respaldo de una silla. Coloca el saco encima. Quita el revólver de la sobaquera ubicándolo como de costumbre sobre el techo del armario de la cocina. Deslía el correaje con un preciso tirón de hebilla, lo ovilla y guarda en el cajón de la alacena. Descorre cuidadosamente el nudo de la corbata pasándosela por encima de la cabeza. Se dirige al baño, se baja la cremallera de la bragueta, acusa el tirón del codo. La herida carece de importancia pero duele. Se sostiene maquinalmente el pene y ajusta la puntería. Apoyando el brazo dolorido sobre la pared azulejada, clava la mirada en el espejo de agua del inodoro: Un chorro brillante y grueso se proyecta en arco vigoroso. Se siente orgulloso de ser como es. "Un buen polvo ahora me vendría fantástico" piensa, mientras sacude y se ajusta el pantalón.
.
Mira el techo. El cielorraso se está descascarando.
Enciende una hornalla de llama agonizante; coloca igualmente el caldero sobre ella enfrentado a la insoportable zozobra de la garrafa de gas a medio acabar. Descarga yerba hasta la mitad del calabacino agregándole un chorrito de agua.
El codo cada vez duele más y se está hinchando a ojos vista. Corta un trozo de queso y se sirve una galleta; mastica lentamente dejando un reguero de migas en el trayecto entre la cocina y el comedor.
Prefiere no encender la luz.
El paisaje seco y monótono que ofrece la ventana que da a los techos del vecindario lo estimula a reflexionar.
Mastica lentamente hasta dejar de hacerlo con la boca aún ocupada. Tamborilea sobre un brazo del sillón, transcurren unos instantes de rigidez :
Con el sonido del cerrojo de la puerta de entrada despiertan sus sentimientos más caros. Irrumpirá el único argumento razonable que puede ofrecerle la vida para seguirla peleando.
¡Hola Beto!... ¿largaste tempranito vidita?
¡! PAAAAAPI!!
Antes que pudiese contestarle a la mujer, la niña ya se le había lanzado al cuello y lo besaba alocadamente. Él la abraza fuertemente cerrando los ojos. Ya nada le duele ni puede pensar.
Ebrios de ternura contenida, giran locamente abrazados llevándose por delante un revistero. Los recibe el sofá cosquilleándose interminablemente. La niña se ríe como poseída, alejándose brevemente para tomar nuevo impulso y tirársele encima repetidamente hasta transformar al padre en un caballo manso.
- Pero miren lo que han hecho, Beto...!semejante grandote!
- Cómo estás Ethel; y esa garganta… ¿cómo anda? Esta mañana tenías un poco de fiebre... Dame un beso mina divina.
Se besan amorosamente mientras la niña mete la mano en el saco del padre y halla lo que fue a buscar.
- Gracias papi.
La paleta acaramelada no requiere prisa.
LUIS ALBERTO GONTADE
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Febrero de 2011
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