Los tres deseos del soldado
De cara contra una pared del pequeño remedo de enfermería en el Cuartel General Nº 4, con un profundo pesar por aquella decisión tomada tres meses antes y que ahora le mantenía allí, preso, maltrecho, tratando de tomar un segundo aire y buscando desesperadamente una brazada de fuerza para intentar recuperar su vida, se deshacía en sollozos, los cuales acallaba haciéndose el dormido cuando entraba uno que otro oficial, alguna enfermera o un simple “curso” que le chequeaba a ver si había muerto o por el contrario, daba algún vestigio de vida.
Tirado allí, Jaime Contreras maldecía la hora en que sus compinches del barrio le animaron a incursionar en la milicia. “Es una vaina bien”, le decían. “Te pagan buen salario, tienes las tres papas fijas, y periódicamente te dan permiso para que visites a tu familia o vayas de rumba por ahí”. “Además, tu esposa y tu hija pueden visitarte allí en el cuartel, cuando lo quieran”.
Jaime Contreras era un sujeto común y corriente, sin talentos, sin actitudes especiales hacia ningún arte u oficio. Más bien, era una persona simple, sencilla y muy trabajadora. Un tipo honesto pero sin oficio definido, que a sus dieciocho años de edad, ya se había emparentado con Aurora Mejias de 17 años, con la cual tenia una hija de 2 años.
En uno de esos días en que se le estaba haciendo sumamente difícil llevar el sustento a su casa y sufría con vehemencia el látigo inclemente de la lengua de su suegra, con quien vivía arrimado, sumado a los cuentos que le hacían los soldados del barrio sobre las bondades de prestar el servicio militar, Jaime decidió aventurarse y enrolarse en el ejercito, después de todo era muy joven y podía soportar cualquier eventualidad. De no resultar todo como lo imaginaba, a los 20 años sería nuevamente un civil, reinventaría su destino y no tendría ningún problema en redefinir su mapa de vida. Además, la necesidad, el deseo de desaparecer de la vista de Endrina, su suegra, y el deseo de brindar a su pequeña hija los insumos básicos para la subsistencia, le dieron el empujoncito que le hacía falta.
Sin mucho protocolo ni exigencias, se presento el día señalado en el cuartel principal junto a Miguel Varoni y Nelson Urquia, sus amigos de siempre. Una vez que fueron revisados por un medico y un preparador físico, fueron asignados al Batallón Nº 3.
En la camilla fría que le servía de catre, Jaime Contreras recordaba claramente el día en que comenzó su odisea en la milicia. Era un domingo cuando fueron presentados los reclutas del Curso 1998 y les fueron dadas las primeras orientaciones. Recordaba como si lo estuviese viendo allí pintado con sus bigotes sucios en la verde pared de la enfermería, al desgraciado Capitán Ramírez, quién, lejos de darle la bienvenida a lo que sería su casa por lo menos durante un par de años, extrañamente fustigaba al grupo y les reprendía como si estos fuesen culpables de algo. El trato de aquel enfermizo y visceral ser para con ellos fue desde un primer momento, como el de un vil celador para con los mas temidos reos, dignos de la orca, la silla eléctrica u otra forma de expiación de culpas.
Ese bendito e inolvidable domingo, fue el punto de partida de la fatídica experiencia. Fue un mal inicio que difícilmente terminaría bien. No era tal como decían sus amigos: “un poco de exigencia y régimen para forjar el carácter”. Aquello era distinto. La actitud de aquel sujeto era más de alguien que cursa una venganza, que de una persona con vocación de servicio y con dotes pedagógicos en las artes militares.
Transcurrían los días y el acontecer cotidiano de Contreras y sus amigos se fue tornando un infierno, lamentablemente ellos tres no le caían en gracia al Capitán Ramírez, quien no perdía ocasión para vejarles en publico, aún cuando eran los mas destacados y aventajados del curso por sus condiciones atléticas, su alta capacidad de adaptación al medio y su gran disposición para el aprendizaje. Al parecer, estos rasgos lejos de serles favorables, eran vistos por el Capitán Ramírez como una altanería y falta de sumisión de los nuevos aspirantes a soldados.
El Capitán solía decir: “aquellos que se la dan de sabrositos y sabelotodos, conmigo van a tener que bailar pegados”. “Muchos son los que comienzan pero pocos los que terminan”… y demás cosas por el estilo. Constantemente lanzaba indirectas al grupo, las cuales ya era del dominio público que estaban personalizadas hacia Urquia, Varoni y Contreras.
Los días pasaban y el trío de amigos seguía esforzándose por cumplir a cabalidad con sus obligaciones. Según el Capitán, por órdenes de las más altas jerarquías era imposible que el curso recibiese visitas o permiso hacia el exterior, hasta no hacer el acto de juramentación, el cual sería hecho cuando cumpliesen tres meses de estadía en el cuartel. Para el grupo, esta noticia no fue problema, total, ya faltaba menos de un mes para que esto sucediera. A Contreras si le causo tristeza el hecho de no ver a su esposa y en especial a su pequeña hija durante todo ese tiempo, pero resignado y obligado por las circunstancias, se armo de valor y prosiguió en la meta que se había planteado.
Llego el momento de las evaluaciones teórico practicas para los aspirantes a soldado y cada uno de los reclutas aprobaron con alto puntaje, en especial los tres amigos que mutuamente se apoyaban siempre y buscaban la excelencia en todo lo que hacían. Ni aún esta acción fue motivo para que el Capitán Ramírez otorgase unas palabras de apoyo y camaradería al grupo, por el contrario, se lamentaba que en breve, un puñado de ellos, los más “aspirinas”, pasarían a manos de otros oficiales más “papitas”, que seguramente no les exigiría como era debido.
Adolorido y rasgado en su orgullo, Contreras está compungido, humillado y con una tristeza abismal que amenaza con no dejarle jamás. Se encuentra tirado en una pieza que semeja más una mazmorra que un hospital. Allá, afuera, se terminan los preparativos para el acto de juramentación. El debía estar allí, junto con Urquia y Varoni. Todos lo comentaban, nadie tenia reparo en ello: “este trío son los mejores reclutas de todos los Batallones”. Pero la realidad era otra. La fatalidad había hecho su estrago, y él, quien se había salvado por poco, no estaba seguro de poder vivir su vida con tanto desaliento.
Una semana antes se había suscitado un incidente peculiar. Nunca antes pasó cosa semejante en la cuadra. De manera muy extraña y lamentable, a pocos días de la graduación se extravió un trío de hebillas doradas de unos reclutas. Por razones que hasta ese momento eran desconocidas por Jaime, les fue conminada la culpa al trío de amigos. Fue la excusa perfecta. El momento más esperado por el Capitán Ramírez para llevar a cabo su tan ansiada acción: “castigo severo para los sabrositos”, dijo.
El castigo comenzó con los tres supuestos indiciados, Urquía, Varoni y Contreras a las 0800 del día 28 de Marzo y consistía en correr alrededor del regimiento de manera continua, alternado el ritmo de carrera con ejercicios sobre el césped, los cuales podían ser: saltos de ranas, flexiones y extensiones de brazos o abdominales. Si los indiciados confesaban su culpabilidad, el Capitán levantaría el castigo, mas, si no lo hacían, seguirían en acción hasta que nuevo aviso.
Las tiempo avanzaba y el trío de reclutas concientes de no tener culpa ninguna en aquél supuesto hecho, permanecían en el castigo asignado. Pasaron dos, tres horas y para la cuarta, Varoni, el más débil de los tres, se desmayó. Fue atendido de inmediato por los paramédicos. Pasados unos minutos se volvió en si, pero al no confesar culpa fue obligado por el Capitán a seguir corriendo.
El sol era incandescente. Por momentos parecía que el pasto seco ardería en llamas ya que por todo el terraplén no existía sombra alguna y hasta la brisa parecía estar confabulada con aquella tortura medieval, ya que no aparecía por ningún lado.
Al cumplirse las cuatro horas de castigo, Contreras que era el líder de su grupo, viendo lo cruento e innecesario de la pena impuesta, y observando el deterioro y pesar de sus compañeros, decidió mentir y echarse la culpa de todo. “Fui yo, Mi Capitán”. “Yo tome las hebillas”.
Ramírez, con una sonrisa sádica disfrutó aquel instante. Sabía que a confesión de parte, relevo de pruebas. Con eso era suficiente para degradar al mejor alumno del curso de 1998 y expulsarlo de la milicia para siempre.
Saboreo aquella confesión, la cual sabía era mentira. Y sin el menor desparpajo obligo a Jaime a correr una hora más. Pasado el tiempo de castigo, Contreras se hecho de bruces sobre el césped y allí mismo la oscuridad cubrió su conciencia.
Setenta y dos horas después vuelve en si, esta inmóvil y vigilado de cerca por oficiales de rangos medios. Por boca de unos cursos que cuchichean al otro lado de la pared, se entera sobre aquel camastro de desesperanza, único articulo útil de aquella imitación de hospital donde le han confinado, que sus dos amigos del alma han muerto reventados debido al cruento castigo. El mismo siente con cada respiro que su alma lo abandona, su mente nublada solo tiene cabida para maquinar tres deseos: ser juramentado, tomarse la foto con Aurora, su mama y la niña y usar la primera cacerina que le entreguen, descargándola por completo y a placer en los mugrosos bigotes del maldito Capitán Ramírez.
Atayo |