PASEANTES A LA ORILLA DEL MAR
Solas, pueden verse a lo lejos ese par de mujeres desvaneciéndose en líneas negras, mientras caminan en dirección opuesta al sol en el final de la tarde. Una, más alta que la otra, lleva un sombrero oscuro al igual que su vestido. Su rostro afilado no guarda la mueca de dolor dibujada en él sin tapujos. La otra, más baja, de mirada adusta y facciones severas y redondas, va a su lado como si se tratara no de compañera de duelo, sino de guardián que ha capturado a la joven que intentaba escapar y, tras la persecución ha caído nuevamente en su domino.
Sus sombras se proyectan frente a ellas, negras también, unidas e inseparables a sus pies. Revelan la delgadez de una y la gordura de la otra, lo pequeño y rechoncho de la otra y la armoniosa figura de la una. A lo lejos, mientras se desvanecen, parecen sombras endrinas por el reflejo del mar, siluetas autónomas perdidas de sus cuerpos.
Una, la alta, con un vacío a llenar con un dios como recurrente, la otra, la baja, llena de vacío enviscado sin contrición.
Todo ocurrió como debía ocurrir; y sin embargo tardó meses en suceder. Su padre murió lento, ataviado en sus dolores como para que no perdieran detalle de su destrucción. Su madre, vieja y cansada ya como producto de sus penurias, espera ahora el regreso de sus hijas que han partido a dispersar la noticia.
Él, su padre, sembró sin querer la discordia entre ellas. La otra, la baja, cosechó el fruto tan finamente cultivado con la mano de sus palabras afectuosas a la sazón de las virtudes de la una, la alta, quien sin malicia vivía la vida esplendorosa que pueden tener aquellos que están llenos de bondades.
Ella, su madre, abonó siempre con mano presta la preferencia hacia la una, en tanto la otra, insignificante y rolliza, poco podía lucir ante el enorme faro de bienaventuranza plantado junto a sí.
La una, llena de gracia y el Señor con ella, bendita entre las mujeres, limítrofe de lo divino y lo humano, hoy descendía a la tierra y se desbarataba su mundo. La otra, gozosa en su dentro, se regodeaba con mesura del sufrimiento de la una, y guardaba muy en lo profundo el momento que sus lágrimas caían vehementes sobre la arena. Socavó en el ser de la una con el tiento y la sabiduría que dan los años de rencor cocinado a bajo fuego.
La una, caminando sin premura al lado de la otra, escuchaba las palabras artificialmente dulces y de consuelo dirigidas por la otra que, agradecida por la fortuna concedida de poder hurgar en la llaga, miraba de reojo al mar, que en ese instante lucía tranquilo y bello cuanto puede serlo, mientras a lo lejos, solas, un par de figuras negras avanzan en dirección opuesta al sol en el final de la tarde.
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