UNA CALLE DE PARÍS
Sobre el lienzo, una sonrisa apenas dibujada asoma tímida ante la incapacidad de cubrirse por saberse sola en el total de la tela.
El pincel, ahora seco, reposa tendido atravesado sobre la paleta, que guarda como recuerdo de alguna gloria pasada, diversas manchas de colores, rojas y azules, blancas y verdes.
A la izquierda, lejos de la ventana y la mesa, un colchón gastado de años insinúa las marcas de dos cuerpos dejadas ahí hace no mucho tiempo. Diversos clavos sobre el muro acusan los cuadros ahí colgados durante una mejor época. El espacio que no se ensució a causa de ellos, ha dejado un perímetro ligeramente negro, y que a su vez, delinea el tamaño que tuvieron.
Al fondo, a la esquina opuesta de la cama, una silla solitaria se quedó esperando el final del cuadro que nunca llegó y del cual queda frente a ella, como único vestigio, un caballete, una mesa y una insinuada boca sonriente.
El sol se introduce por donde le permiten las gruesas cortinas que, sin piedad, asfixian los vanos de una habitación de tantas que dan su vista a la Rue de la Bucherie.
Todo ha comenzado a cubrirse de polvo.
Fuera, un hombre joven, desaliñado, se incorpora después del sueño tenido sobre lo duro del cemento. El hambre comienza a comérselo. Se anuncia con una punzada en el estómago que repica en su cabeza casi de instantáneo. Voltea a mirar hacia la ventana donde sabe que un cuadro inacabado espera algún día su regreso.
En su mirada, el velo de la nostalgia cubre su presente con el manto tejido con pasados días. Sus cuadros –vendidos- ya no están. Las paredes llanas le guardan para sí los ecos de una vida sencilla y para él completa; una mujer, un pincel, color y lienzo. También podría incluir una botella de coñac y la fama conseguida a causa de su trabajo ¿Y por qué no? Las partidas de póquer durante las noches vividas cada una en su presente. Sí, eso también sin duda.
Mejor excluir de su vida lo posterior al principio de sus derrotas, la primera, la segunda, la tercera y la última. La primera: desde que escuchara por labios de su mujer dar fin a su modo imparable de beber. La segunda; cuando comenzó a perder dinero –más de su posible- en las apuestas nocturnas. La tercera, el momento en que su mano temblaba para pintar y pasaba horas y horas frente al lienzo en blanco, sin saber que hacer ni por donde comenzar si es que comenzaba, y la puntilla, la cuarta, cuando se vio sin dinero ni talento, sin póquer y coñac, y ya sin mujer, que barrió en su huída con todos los cuadros en condiciones de vender.
Los menos malos –amargo decía él.
Ni siquiera esperó a que terminara su retrato, sólo se fue sin dejar nota y con el cuidado de no sembrar rastro de su paso a cualquier lugar que iba. Aunque no pudo cargar con sus recuerdos resonando en la habitación y las risas regadas cada día por la ventana.
Todo ha comenzado a cubrirse de polvo.
Fuera, en una calle de París, un hombre joven y desaliñado, después del sueño, mira hambriento el vano donde sabe que una insinuada boca sonriente espera algún día su regreso.
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